lunes, 12 de agosto de 2013

Los niños

Al comienzo no lo pensé. Estábamos en una de las dos habitaciones del segundo piso, y bajo la cobija no se escuchaba nada excepto el sonido de los labios, el aliento entrecortado de alguno de los dos, y afuera, un coche ocasional que parecía lejano en la tranquilidad del barrio. De pronto ella se quedó inmóvil, mirando a nada, girando los ojos en varias posiciones mientras aguzaba el oído. Yo me mantuve quieto a unos centímetros de su nariz, esperando alguna reacción adicional.

Carmina y yo nos conocimos desde hacía doce o trece años. Debo ser más exacto: yo la conocía a ella, pero ella no sabía de mi existencia. En ese entonces coincidimos en un diplomado de tres días, y Carmina no podía menos que llamar la atención, no sólo porque era la más guapa de las asistentes, sino porque a pesar de su corta edad, era de las mejores diseñadoras de entre las  estudiantes. Durante el receso del tercer día ella se tuvo que ir y no la volví a ver. Tiempo después alguien dijo que se había casado o que se había ido a otra ciudad, o las dos cosas a la vez, pero no volví a saber de ella.
Se quedó inmóvil mientras aguzaba el oído. Había murmurado: “los niños”, pero yo no sabía exactamente si se trataba de dos o de tres, que se supone estarían dormidos en el cuarto de junto. Ninguno de los dos se movió. Luego fue cerrando los ojos y entreabrió la boca en algo que se reanuda, en recibir mi beso que se había quedado inconcluso.
Al principio no lo pensé, o mejor dicho no recordé que tenía niños. Teníamos meses saliendo y no le quise decir que ya la conocía.
Había regresado a la ciudad un año atrás y puso un despacho de diseño junto a otra persona, pero no explicó más sobre la identidad de esa otra persona, sólo dijo que las cosas mejoraban mes con mes. Mi empresa solicitó un trabajo urgente y alguien recomendó el despacho de Carmina.  Nuestro trabajo terminado se entregó en tres días, pero nuestro pago, por un descuido absurdo, se retrasó siete. Carmina pidió hablar conmigo y a mí se me fue la sangre a los talones cuando la vi entrar. Diez minutos después el cheque estaba en mi escritorio y yo intentaba sacarle una cita. Me dijo que no podía por exceso de trabajo, pero a los dos se nos olvidó el mundo durante los 40 minutos que duramos platicando.
Así fue mi reencuentro con Carmina.
Era la primera vez que estábamos en su habitación.
Esa noche me enamoré de ella.
O no, quizá fue al despedirnos, cuando ella afirmó algo que empezaba con la frase: “Si nos volvemos a ver…”, pero que en el fondo era una pregunta.
O quizá fue cuando le llamé al día siguiente a las nueve de la mañana y ella, lo percibí a través del teléfono, sonrió al saber que era yo.

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