A mi hijo mayor le gusta el futbol, ya lo he dicho, y además le va a las Chivas, lo cual tampoco me da problema. Yo no soy futbolero y los equipos esencialmente no me interesan.
Mis dos hijos y yo casi cada fin de semana vamos a un centro deportivo a jugar o a que ellos jueguen.
El otro día, de rergeso de jugar, observé cómo se divertían, o más bien, cómo celebraban. ¿Qué celebraban en sí? Nada. Todo. Jugar. Venir de jugar. La vida.
Mi hijo mayor tiene 13 años y no hace mucho recuerdo que yo tenía su edad. El menor tiene 10 años y estoy enamorado de él. Ambos me hacen ver los detalles de la vida que había dejado de ver con el tiempo.
Hace unas semanas compramos un balón de fut. Costó 63 pesos. Y es la inversión más curiosa y significativa que he hecho. Porque con ese balón jugamos, a veces hemos jugado los dos niños de Carmen y los dos míos, los cinco. Ese balón nos ha dado alegrías. Qué importante puede ser un balón de 63 pesos.
Sí, ya sé que lo importante es el juego, no el juguete. Pero el asunto es que aquí el futbol es importante. Veo con sorpresa que Andrés, mi hijo menor, era malo, le daba hueva patear el balón, pero hoy es tiempo que no se arremanga ante un riflazo venga de quien venga. Puedo pegarle al balón con toda el alma, estar ellos en la portería y entrarle a pararlo. No se arrugan los canijos. Agarro vuelo y le pego el balón. Y mientras se lanzan a pararlo veo que me gustaría que así fueran ante la vida, entrarle sin miedo a como venga.
Tal vez me estoy volviendo marisco por estar amando a dos hombres y al mismo tiempo. Pero me vale.