Conforme somos jóvenes y después adultos, vamos formando o
fortaleciendo nuestras preferencias religiosas, políticas y las demás. Ahora
que hemos estado inundados de propaganda, nuestras ideas sobre el manejo de lo
público afloran, los brotes espontáneos surgen del mismo modo como una estación
marca la primavera y luego el verano.
La mercadotecnia hace su labor al tratar de provocarnos
emociones agradables, aunque a veces nos provoque ciertas molestias. La
propaganda nos jalonea y trata de convencernos de unas supuestas virtudes, y en
muchos casos, sí, nos pronunciamos muy seriamente para hablar mal de uno o bien
de otro actor, y para ello argumentamos, mostramos lo que nosotros deseamos
sean pruebas irrefutables.
Pero lo importante no es el cruce de razones en un diálogo
civilizado en el mejor de los casos, lo curioso es que, como las anclas o los
anzuelos que al querer extraerlos los atoramos más, así al querer convencer a
alguien de su “error”, pareciera que más se amacha.
¿Y si las raíces de una postura no están del todo en la
razón ni en la fuerza de los argumentos sino en nuestros afectos?
Sostengo que gran parte de las posturas religiosas y
políticas son heredadas de nuestros padres o maestros, y si son recibidas en un
ambiente de bajo nivel de conflicto, habrá un terreno fértil para reproducir
esas mismas creencias.
Es mucho más fácil adoptar las ideas de personas en las que
confiamos, admiramos o queremos, que las de un desconocido que nos viene a
mostrar el hilo negro de la política en México, o una relación del plan de
salvífico que tiene Dios para nosotros. Repito, nos importa más que esos mismos
mensajes provengan de alguien en quien tenemos puesta nuestra confianza.
Entonces no importa tanto el mensaje como nuestra
tranquilidad, y nuestra tranquilidad es saber que estamos haciendo lo justo y
correcto a ojos de las personas que nos importan, de nuestra comunidad más
íntima. No es que vayamos en contra de nuestras convicciones por darle gusto a
nuestra familia, porque para todo hay argumentos, es que desde un principio
crecimos en un ambiente en donde se respiraban ciertos valores sobre otros,
incluso una posición de rechazo a ciertas creencias también crea un ambiente
que busca tener eco.
Y si no crecimos en ese ambiente, la vida nos lleva a
adoptar de otros maestros de la vida algunas concepciones importantes que
terminamos por adoptar a la par del aprecio o cariño que les profesamos.
Es por eso que son raros (e interesantes) los cambios
radicales en miembros provenientes de familias de bajo nivel de rupturas. El
Damasco de Pablo ocurre poco. La semilla de los valores, lealtad, solidaridad,
confianza o desconfianza en nuestros representantes comienza a crecer desde
nuestra casa. ¿Creen ustedes que vale el costo revisarlo?
Este texto aparece en el periódico El Vigía de Ensenada, BC, cuya versión electrónica se puede consultar aquí: http://www.elvigia.net/contenido/con-el-sello-familiar
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