Desde hace muchos años he sentido una profunda curiosidad
por la manera en que las mujeres crecen, se relacionan y en general ven el
mundo. Son tan complejas, pero tan indispensables que se les califica,
etiqueta, enaltece, y se les trata primero como mujeres que como seres humanos,
es decir, con frecuencia como nuestra cultura nos dicta
—conforme a su estado civil y aspecto físico— antes que como
a seres iguales y distintos y sobre todo, como a seres autónomos y con
capacidad plena para decidir sobre sí mismas.
Sobre estos temas me he encontrado con puntos de vista que
se pueden englobar en dos grandes bloques, quienes piensan que ser mujer se
nace, y los que piensan que ser mujer se hace, se construye.
Quienes se identifican con la primera idea enfatizan más
bien en que existe una naturaleza femenina de donde se desprende un rol que
cumplen, o deben cumplir en la sociedad. Este rol estaría ligado a la
maternidad, la familia y en general al ámbito de lo privado, y por ello, su
“naturaleza femenina” y ningún otro factor les señalará que uno de sus papeles
es velar por el bienestar de su entorno, incluso antes que velar por sí misma.
Quienes nos inclinamos más por la segunda idea, pensamos que
las mujeres comparten desde temprano un diálogo con la naturaleza, y que dentro
de la sociedad la mujer se va construyendo hasta que, finalmente, se pone al
servicio de lo que se espera de ella. Claro, en muchos casos con plena
libertad, pero casualmente, eligen libremente ser para los otros y no salirse
de las expectativas que se tienen de ellas.
Bien, no estoy afirmando que deban ir contra la corriente y
rebelarse ante todo lo establecido, no. Señalo que es muy común que se enfermen
por perder contacto con su psique más íntima, la que les da fuerza y vigor.
Clarissa Pinkola Estés, doctora en Psicología Etnoclínica,
le llama Mujer Salvaje, pues dice que esas dos palabras
accionan el llamar a la puerta de la profunda psique femenina. “Cualquiera que
sea la cultura que haya influido en una mujer, ésta comprende intuitivamente
las palabras ‘mujer’ y ‘salvaje’”.
Cuando se pierde contacto con esta parte de la psique
aparecen algunos trastornos que según la autora de Mujeres que corren
con los lobos, se reflejan en síntomas que conducen a
comportamientos, pensamientos y emociones que ella describe con un lenguaje
también femenino: “Sentirse extremadamente seca, fatigada, frágil, deprimida,
confusa, amordazada, apática hasta el extremo. Sentirse asustada, lisiada o
débil, temor a reaccionar con agresividad cuando ya no queda más qué hacer,
perder la energía en presencia de proyectos creativos”.
Pero, al parecer, estos síntomas que me parecen mucho más
comunes de lo que todos nos imaginamos, tienen que ver con lo que consideramos
importante hablar y lo que no. Los “grandes temas” son los inventos,
descubrimientos, investigaciones, decisiones políticas, reformas y leyes, pero
no los de índole doméstica —que al final de cuentas, habrá quién
lo haga—. Esos no son “tema”, sino que son el paréntesis entre dos mujeres en
la reunión.
“El modo de pensar predominante hace que, en nuestra manera
de ver y entender el mundo y la vida, la historia y la cultura sólo deban
conocerse desde fuera del hogar, es decir, en la vida pública y en los grandes
momentos”, señala Sara Sefcovich en el libro ¿Son mejores las
mujeres?
Atender el aspecto doméstico y privado a la par que el
público, y muy especialmente dejar de objetalizar a las mujeres es algo que
cualquier persona de cualquier género puede hacer, porque la idea de que ellas
deben ocupar un segundo plano es susceptible de enraizarse en cualquiera, independientemente
de su género. Y entonces sí, que vivan las mujeres.
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