Los romanos llevaron el latín, el latín de la banda, se entiende, no el de los “léidos”, a la Hipania, es decir, a lo que conocemos hoy como España. Don Antonio Alatorre, que es, o más bien era un erudito filólogo porque se nos fue hace menos de un año, ubica el nacimiento del español entre el año 950 y mil de nuestra era, o sea hace unos diez siglos. Mil años, pues, pa’ redondear.
Decía que estos romanos, muchos de ellos con más masa muscular para conquistar territorios que interés en crear escuelas de idiomas, entraron a la Península Ibérica en oleadas y por zonas. A donde fueron, latinizaron los pueblos. Se pelearon con muchas tribus que se oponían a esta colonización, pero al final de cuentas se impusieron.
La ciudad de León, por ejemplo, guarda bajo sus sábanas el nombre de aquella legionem romana. La ciudad de César Augusta derivó en Zaragoza. El Montjuic ibérico pasó a llamarse Favia Paterna Barcino y luego, siglos más tarde, ya se llamó Barcelona.
Una promiscuidad de lenguas debió ser aquello: Ibéricos, celtas, carpetovetónicos, mezclándose con el latín de los gandallas romanos.
¿Quién se impuso? El latín, por su puesto. O mejor dicho, el amasiato que tuvo el viril latinazo con las sometidas lenguas, y también la encerrona que se tuvo con el árabe sin límite de tiempo. O por unos cinco siglos que es casi lo mismo. Alabado sea el Señor y los cristianos dándole.
El latín cohabitó con varias parejas, unas aquí y otras allá al mismo tiempo, y también tuvo serios romances. Romance, ahora en el sentido original, significaba “al estilo de Roma”. Los maestros, entre ellos nuestro admirado Antonio Alatorre en sus Los 1,001 y un años de la lengua española, explica cómo el latín se romanceó y se trocó castellano.
El español es el hijo natural de una poderosa lengua con muchas amantes. No podemos meter las manos al fuego para defender su “pureza lingüística”, al contrario, el flujo se enriqueció y alimentó nuestra forma de percibir el mundo pues, como dijo Wittgestein, “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”.
“Encuentran a hombre enteipado”, decía el titular del periódico local hace unas semanas. Me detuve y lo leí de nuevo. Leí bien: “Encuentran a enteipado”. No sabía qué era estar “enteipado”. Investigué, y resulta que el verbo significa amarrar con “teip”, que es como los naturales de este hermoso puerto llaman a la cinta adhesiva.
Escuchar el término “enteipar” a nadie sorprende aquí porque en los trabajos le llaman “teip” a las cintas. Y “teip”, como todo el mundo lo sabe o lo imaginaba menos yo, proviene de “tape”, que en el inglés más elemental significa cinta.
Esta historia se parece a la de los romanos que conquistaron ganaron tierras para el Imperio.
Hoy por hoy, el viril inglés, al mejor estilo de romance ibérico, nos está dando en cuatro patas y nosotros, ni hablar, mordemos la almohada porque de ahí comemos. Del desarrollo tecnológico cuyos manuales vienen en inglés.
Maestro Alatorre, volvamos a empezar.
Con lo fácil que es decir "encintado" (que tampoco creo que sea correcto pero al menos es español).
ResponderEliminarEncintado, pues sí. Pero "el uso hace la norma", y no se va a cambiar un uso tan extendido mas que en el pequeño territorio de nuestro foro interno.
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