viernes, 11 de septiembre de 2020

La sala del abuelo

 




Cuando mi padre murió me dejó tres cosas, su camioneta, a Canek y una sala. Las dos casas y el terreno en Allende se los dejó a mis dos hermanos, o eso me dijeron ellos pero como dice mi esposo, más vale una vida de trabajo que rico envidiado. No me quedé conforme porque yo nomás a lo que es justo, pero ya no quiero hablar de eso. A mi amiga Rita la tuve fastidiada un buen rato pero eso ya pasó.
La camioneta la usa mi esposo y bien que la cuida. La trae al puro tiro. Antes de la pandemia íbamos al Río Ramos y la pasábamos muy bien. Carlitos, Alondra y Miguelito, mi esposo y yo. Los niños se hacen cargo de Canek pero es un decir, porque quien al último limpia siempre soy yo, aunque Alondra es la más consciente y me ayuda en algo.
La sala, o lo que le decimos sala, es un sillón muy antiguo que yo creo que fue rojo. Un día, cuando yo era niña, alguien dijo que mi abuelo Nayo se lo había heredado a mi papá, quien le gustaba sentarse a leer su periódico, pero no nos dejaba que los demás no sentáramos porque decía que nomás nos gustaba brincar y nos lo íbamos a echar de puro pisotearlo.
Fue mi abuela Lupe, esposa de mi Nayo quien un día me contó la historia. Yo tendría 10 años y ella estaba haciendo tortillas de harina y yo nomás al pendiente, dizque escuchándola pero sabía que si me quedaba quietecita y atenta me tocaban las primeras recién salidas, ya no más le ponía frijoles o mantequilla y me podía comer hasta cinco. No he vuelto a probar otras tortillas como las de mi abuelita Lupe.
Bueno, pues ella me contó la historia de esa sala, o de ese sillón pues.
Me contó mi abuela que Lupe que mi abuelo Nayo de muchacho trabajaba haciendo mandados y reparaciones sencillas en una casa del centro, en la residencia de un señor Constantino a quien todos le decían el Ingeniero.
En esa casa que estaba sobre Padre Mier se juntaba mucha gente que supuestamente se dedicaba a cantar. Debió ser una casa muy bonita porque parece que el ingeniero Constantino había estudiado en Estados Unidos y luego puso una estación de radio en su casa.
Un día mi abuelo Nayo salió de trabajar cuando empezaba a llegar gente. Parecía que era una ocasión especial. Contaba que el ingeniero tendría como una reunión importante porque llegaron parejas, señoras y señores de sociedad muy bien vestidos. Mi abuelo Nayo no se detuvo porque quería estar temprano en su casa, pero ya había dejado todo en orden, lo que le tocaba, pues, del día.
Al día siguiente mi abuelo llegó como todos los días a trabajar y notó que había habido una reunión o una fiesta, y que una señora aún no llegaba. El ingeniero estaba desayunando cuando mi abuelo le llevó un arete que había encontrado en el sillón ese rojo. Don Constantino quedó paralizado y tomó el pendiente muy lentamente, como asegurándose de algo, o más bien, como con miedo de confirmarlo. Siguió comiendo pero quedó como ido.
Meses después decidió que iba a cambiar los muebles y compró otros. Pero conservó ese sillón en un cuartito de atrás. Cuando mi abuelo Nayo estaba por casarse con mi abuela, consiguió otro trabajo en la Cervecería y don Constantino le dio algo de dinero. Luego lo llamó aparte y le dijo:

—Hilario, quiero que te lleves este sillón que para mí es muy especial. Lo he conservado como un recuerdo muy hermoso, pero ahora que tengas tu casa seguro que te traerá cosas bonitas, muy bonitas, como a mí me las trajo. Lo que sí te puedo decir es que lo conserves ahora tú con mis mejores deseos en tu matrimonio y que ambos sean muy felices.

Esto fue lo que me dijo mi abuela Lupe. Luego que me contó esto entendí más cosas de mi abuelo y aunque mis hermanos ni nadie más sepa, a mí me da mucho gusto que este sillón se haya quedado en mi casa. Mi esposo me dice que quiere comprar otros muebles y yo le digo que está bien, es más, que él elija el modelo. Pero la sala de mi abuelo no se va. Y es que hay cosas más valiosas que una casa.

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