viernes, 13 de noviembre de 2020

Mamá

 



Me sentía vacía y exhausta luego de la partida de mamá. Cerré las cortinas de su cuarto y no quería que nadie entrara. Le pedí a mis hermanos que me dejaran revisar a mí sus cosas y ellos aceptaron. “Cada quien vive el duelo a su modo”, me dijo Rodrigo, el mayor, quien no ha vuelto a ir a la casa pero se ha encargado de los trámites. Llevo dos semanas viviendo aquí y el cansancio de los recuerdos, las noches en llanto y la cocina dolorosamente vacía me hacen vivir como en un sueño. Jorge, mi hermano menor, siempre ha sido muy reservado pero atento. Se casó hace año y medio y desde entonces nos hemos visto poco, pero siempre me saluda por whatsapp y en dos ocasiones hemos ido a comer él y yo en sábado. Le va bien en su nueva vida; Bertha, su esposa es de las que despiden al marido en la puerta con un beso. El tiempo que mi hermano duró trabajando en una fábrica de muebles, ella pasaba por él y a veces se iban al cine o a cenar. Bueno, todo esto antes de la pandemia.

Jorge siempre quiso tener su propio taller de carpintería, y en la fábrica al menos aprendió tapicería y algo de costura, así que poco a poco comenzó a hacer algunos muebles que vendía por su cuenta. Un día andaban mamá y él en el centro cuando ella vio una sala que le gustó. Se lo comentó a Jorge y él le contestó: “Mamá, yo te la hago”. Doña Sara creyó que su hijo lo decía porque ya se quería ir, pero un mes después, en su cumpleaños, Jorge le trajo una sala como la que habían visto.  

Ayer encontré una foto, entre varias, con mamá de joven. Tendría unos 19 años y aparece en una reunión familiar. Me habría gustado ser tan hermosa como ella, sus ojos grandes, el cabello negro hasta los hombros. Llevaba un vestido celeste y con flores pequeñas en el pecho. Estaba embobada con la foto y la vista se me volvió a nublar; sostuve la imagen en el regazo, mi cara hundida en mi pecho y dentro, en la garganta, la palabra mamá se me hacía como chicle, me hundí en la cama, en la almohada de mi mamá a quien no volvería a ver pero yo quería, necesitaba verla otra vez.

No quisimos llevarla al hospital. La despedimos aquí porque así lo quiso, porque así lo quisimos. Me quedaba con ella y sólo el sábado en la tarde salía a comprar lo que hiciera falta. Un martes por la noche se me quedó mirando desde la cama. Yo creí que me quería decir algo y me senté, le tomé la mano.

Matita, me dijo, no te vayas a poner triste si me voy. A mí me ha gustado lo que hemos hecho juntas, y al decirlo le brotó una sonrisa cariñosa. A sus 83 años mantenía su mente activa; hasta antes del encierro obligado salía a caminar por casi una hora. Me sorprende su energía. En dos años yo tendré 60 y me alegra y al mismo tiempo me entristece por mí que ella a mi edad trabajaba y tenía más actividades que yo ahora.

No, si me la he pasado muy bien, me dijo con voz pausada y suave. Juntas recordamos los viajes que habíamos hecho con su grupo de amigas. Era una prestación que tienen las personas jubiladas, no es sólo el ingreso, sino la libertad de disfrutar.

Nuestra amistad, podemos decir, llevaba más de 30 años. De pronto, tuvo un sonrisita. ¿Recuerdas la primera vez que fuimos al Papi Chulo? Tú de novedosa nos llevaste, mugrosa esta. Y ahí vamos todas. 

(Continúa).

 

 

 


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