No soy creyente religioso –lo fui hace más de 20 años–, pero pienso que las creencias son importantes. Tanto como la libertad de creer cada uno en lo que mejor le parezca, siempre y cuando en nombre de sus creencias no someta a otros.Pienso que hay quienes se sienten cómodos, o necesitan, o les funciona tener y practicar una creencia, una fe, como le llaman muchos. Otros no. En otras palabras, en mi opinión, la creencia en una fe no es para todos, por qué, porque a unos, esa creencia los hace indudablemente mejores personas, y a otras, esa misma creencia, los empeora. Muchos me replicarán que es un creencia mal encaminada. Probablemente. Pero no me gusta que el bosque de la religión no me deje ver los árboles de las personas, con cara y todo, con cosas nefastas, con historia y sufrimientos. Con todas sus bellezas y sus bondades. Pero ver su cara.
¿Entonces en qué creo? Creo en ciertas personas. Bueno, alguien me dirá, las personas pueden fallar, te pueden fallar. Sí, tal vez, diré yo. Creo en muchas personas, pero no significa que espere demasiado de ellas.
Punto número uno: No esperar demasiado de la gente; esperar más bien cosas de mí.
¿En qué creo? Creo en mí, porque soy responsable de modificar un ladrillo, una caja con canicas, una superficie en donde no hay nada. Es una obligación creer en uno mismo, y es muy saludable no esperar mucho de los demás. Hay que creer en uno para poder hacer las cosas, aunque, como dijo el flaco Gandhi, casi todo lo que realice será insignificante, pero es muy importante que lo haga. Ese es el sentido que tiene para mí creer en uno mismo.
Alguien replicará que ese creer en uno mismo suena a egoísmo, en centrarse en uno mismo. Está bien, puede que lo sea. Pero esa es la base. ¿No habrá algo más, algo más allá, un ideal, una utopía? Pues sí, el doctor Guevara de la Serna, este muchacho argentino medio loco que mataron, no en la hoguera pero sí en La Higuera, hablaba mucho de eso, de ideales. Él se fue al extremo y digamos que en algún sentido se inmoló por una causa. Muy bien. Hoy en día uno puede decidir no inmolarse. Creo, a ver si sigo aclarándome, en las pequeñas cosas que acumuladas, pueden representar mucho. ¿En la constancia, me preguntan? Sí, eso, en la constancia, pero también en todo lo bueno que puede darse entre dos o más personas.
Y si me apuran, diré que creo, y no sólo creo sino que siento avidez, por las cosas que inspiran, que provocan, que te modifican de algún modo.
A veces voy al Sullivan a caminar acompañado de mi mujer. El Sullivan es un centro deportivo administrado por el Municipio con pista de atletismo profesional y varias canchas. Queda a unas cuatro cuadras de la casa y la entrada cuesta tres pesos. En las mañanas, a eso de las siete, en la pista habrá más de 30 o 40 personas, casi todas mayores de 50 o 60 años, caminando en ropa deportiva; alguna señoras usan unas viseras grandes a una hora en las que aún no hay sol. Mi esposa y yo vamos temprano, después de que ella deja a los niños en la escuela.
Hace un par de días, esperándola a unos pasos dentro de la reja del Sullivan, había un señor que se disponía a pintar un árbol con cal. Por su apariencia era un trabajador, estaba dentro del jardín, a unos siete u ocho metros de donde yo estaba parado, detrás de un bardita que me llegaba a la cintura.
Cuando me vio, por las señas que hizo me di cuenta que era mudo. O sordomudo. Con señas y a cierta distancia, el hombre de unos 50 años, de piel morena, no muy alto y de aspecto musculoso, me platicó de su trabajo, del trato que le dan sus jefes. No había queja precisamente, o mejor dicho, no sentí que tratara de provocar lástima. El señor estaba dedicado a lo suyo. Cuando vio que llegó uno de sus jefes, (el cual quedó fuera de su vista, pero estaba cerca de mí y yo lo podía ver de reojo), me explicó cómo era su trato y qué cosas necesitaba de materiales y herramientas. Todo esto se lo entendí clarito. Lo observaba atento. Continuaba. Se agachó a revolver la pintura del bote con un palo, se puso unos lentes protectores y se acomodó la gorra.
Fue una charla de cinco o seis minutos. Llegó mi mujer y nos fuimos a caminar.
La confianza que este señor me entregó, el contacto que hicimos, fue inspirador para mí. Se expresó con desenvoltura, con brazos, con manos. Se expresaba con agilidad pero con movimientos precisos, sin desperdiciarlos. Cuando terminé la charla con él sentí que algo sensible, humano, acabábamos de intercambiar. Me sentí inspirado.
¿Que si creo en gente? Creo en este tipo de gente que cree en la gente, que puede mirarte a los ojos y sonreírte y decirte lo que piensa. Creo que la gente cercana, amigos, conocidos, familia, lo que los une es el amor, la amistad (a veces el compromiso y el interés, así que no echo a todos en el mismo cajón).
Cerrando más el círculo, creo en la gente, pero cuando se da esa chispa recíproca, puede nacer la amistad. Y sí, creo que seleccionar amigos debe ser un arte más importante que el de prometer. No me entretengo en este punto porque creo que es bastante claro. Sólo que el delicado trabajo de la amistad es cultivarla y saberla valorar cuando el otro también hace lo propio por acercarse.
Y entre la gente, pues bueno, la pareja. La elección de la pareja, junto con la de la profesión, son dos de las más trascendentales de la vida.
Para una buena elección de pareja se deben tener ciertas herramientas. Digamos que algunas ya las trae el equipo con el que crecemos en la casa, incluyendo esas brújulas como los valores, que adoptamos de la atmósfera familiar.
De nada sirve tener una pareja con enormes atributos de belleza, de lana, de apellido, de carisma, incluso de inteligencia y talento, si no es capaz de relacionarse sanamente en pareja. La revista Fama vive de los ricos y famosos que no se pueden relacionar sanamente en pareja. Los exhibe. Pero en eso, en cuestión de amor, todos tenemos o hemos tenido dificultades.
Saber elegir bien a la pareja te ahorra problemas y te hará más feliz, y no sólo eso, te permite crecer y desarrollarte en los propios terrenos profesionales y no te hace gastar energía innecesariamente resolviendo asuntos que pudieron evitarse con una buena elección de pareja o con terapia temprana.
Creo que con todo lo dicho hasta aquí todas mis creencias son bastante terrenales. En resumen, punto número uno, creo en las cosas y personas que te inspiren a pensar, imaginar o a actuar. Puede ser el arte, la literatura, el cine, especialmente las personas. Hay personas cercanas que no eliges y no te inspiran nada y no puedes cambiarlo, y hay personas cercanas con las que tú has decidido estar y cultivar.
Punto dos: creo en la pequeñas cosas significativas.
Punto tres, esto no lo he mencionado. Pienso que en muchos momentos cada uno puede elegir (y afrontar, y enseguida sufrir o gozar de lo que venga), pero de pronto, el azar aparece, la coincidencia de la alineación de planetas en el momento que iba pasando aquel carro y una persona miró y otro hizo aquella llamada en el momento preciso y una infinita mesa de billar con miles de bolas en las que de pronto, dos se tocan. Creo en el azar, en las coincidencias. Hay grandes observadores de coincidencias como el escritor Paul Auster en su Cuaderno rojo. Si nos fijamos bien, nuestras pocas grandes elecciones importantes de la vida, navegan en el mar de las coincidencias, del azar. Y eso es algo real y tangible. Me relaja y entretiene más un libro de Dinámica que acabo de conseguir, con todas sus derivadas entre las que yo trastabilleo con mi poquísima álgebra rudimentaria pero feliz, que tratarle de dar explicaciones metafísicas o religiosas a lo que me sucede. Gran parte de lo que nos sucede no tiene un sentido (a veces mucho de lo que nosotros realizamos o pensamos tampoco lo tiene, y actuamos con la mayor seriedad ante ello), y tratar de encontrárselo es gastar gasolina por puro gusto pudiéndonos quedar en la casa.
El deseo es el deseo, la razón hay que cultivarla. Pero ante ciertas creencias nomás queda callarte y darte media vuelta.
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