Hay gente que para leer se sienta en su sillón, abre su
libro, mira el reloj, y se entrega con buena conciencia a una actividad aislada
del mundo. Leer, como lo han querido vender los bienintencionados programas
gubernamentales, parece una actividad separada, siempre políticamente correcta,
siempre aséptica, incuestionable e intachable por donde se le mire.
Equiparables a las campañas de vacunación, los programas de
promoción de la lectura intentan, desde la muy buena fe y con recursos públicos,
inocular el hábito de lectura.
Parto del supuesto de que lo que se accede con la lectura no
se promociona, o se difunde deficientemente, pero tan importante es publicitar
la marca como la experiencia que nos otorga dicho empresa. Y en eso ha faltado
creatividad por no decir que mercadotecnia.
El problema es que la lectura se promueve en abstracto:
leer. Y se concreta con algo más tangible, leer al menos 20 minutos al día.
Pero ¿leer qué? ¿para qué?
Los promotores de lectura, voluntarios o pagados, hacen una
labor que deberíamos reconocer públicamente. Sin ellos no estaríamos ni
siquiera dando la pelea —perdida, repito.
Volviendo a lo que se desea promover, el enfoque se queda en
la superficie. Lea 20 minutos diarios, camine 20 minutos al día, tome tres
vasos de agua. Todo ello es sano, pero no ofrece algo atractivo en sí.
Hace tiempo tuve un amigo, Carlos —que hoy debe tener 73
años—, me contó parte de su infancia en la ciudad de México, de su familia y
sobre todo me contó de Mariana, una mujer hermosa que le proporcionó tal cataclismo
a su alma que muchos años después aún recordaría con voz entrecortada. Aunque Mariana
era considerablemente mayor que él —ella 28 cuando él andaba en sus tiernos 10
años—, nunca la olvidó como tampoco dejó a un lado aquel México que se perdió
para siempre. Me hizo tanta mella su historia que un día decidí irme a vivir al
DF, en parte motivado por lo que Carlos me había contado de aquella colonia
Roma, de la clase media venida a menos y de los boleros —Carlos me enseñó a
apreciar mejor los boleros—.
Carlitos, aunque es un personaje de esos que llaman
literarios, es más real para mí que mucha gente de carne y hueso. Y Mariana
existió. Me dan ganas de llorar nomás de pensar en la angustia de no poder
encontrarla, porque yo también miré la misma Avenida Álvaro Obregón desde donde
Carlos, un día de 1949, se enamoró para siempre de Mariana. Carajo, José Emilio
Pacheco me hizo obsesionarme de aquella ciudad al escribir Las batallas en el
desierto.
Leer es un boleto a otro tipo de vida, lo malo es quedarse
en promover los boletos y no contar lo grandioso de esa otra vida.
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