Clarisa decidió los
disfraces. Ella sería una Diabla
con cola y cuernos y él un vampiro de postín.
El maquillaje parecía un
poco exagerado, pero después de todo para ella era un gusto que en
esta etapa de su vida quería darse, sin pensar, para qué, en las
opiniones de los demás.
Se pondrían el disfraz en
casa, irían los tres a cenar caminando un rato por la ciudad y
estarían de regreso a eso de las once.
Como Clarisa no trabajaba
al día siguiente, pues Administración no abría los sábados,
tendría el fin de semana para pensar en su obra.
Javier llegó cerca de las
cinco, besó en la mejilla a Clarisa y entró a cambiarse. El vampiro
estuvo listo en 30 minutos, incluidos los colmillos y gel en el pelo.
La Diabla era una modelo, no por su figura espigada, claro, pues
delgada no era, sino porque su falda era a la medida y porque su
escote no muy pronunciado, seguramente provocaría miradas muy
diablas. Clarisa sonrió al espejo. Se sentía alegre.
Cuando Javier la vio
retocándose el maquillaje pensó que estaría dispuesto a engañarse
más tiempo, pero desechó la idea ante la revolución de estarla
observando y ante la prisa por salir.
Para que el cuadro
estuviera completo faltaba el pequeño Roberto, a quien lo trajeron
más tarde. Su disfraz de pez vela era sencillo y Clarisa lo tuvo
listo en un dos por tres. Más tarde, ella y Javier se tomarían la
primera foto de la noche cargando al niño. La primera, de 25, que
subiría esa noche al feis.
En el trayecto en coche::
—¿Adonde quedamos,
entonces? –preguntó Clarisa, al volante.
—Claro, ya sabes,
si le gusta a Roberto me gusta a mí, ¿verdad, muchacho?
Durante la cena —pizza,
pastel, refresco, dulces para el niño— no faltaron las fotos. A
los tres se les veía felices. Se retrataron de muchas formas:
abrazados, posando con Robertito, junto al pastel, corriendo tras el
pequeño, con otros niños igualmente vestidos.
—Esta es una de la
noches de disfraces que más me ha gustado, –dijo Clarisa un
momento antes de llevarse a la boca un trozo de pastel.
—A mí también,
te lo confieso. Para mí esto no es trabajo.
—Pero sí me vas a
cobrar ¿verdad? –era más una advertencia que una pregunta.
—Estabienestabien
–Javier no quería discutir el tema– como quedamos.
Poco después de las 10:00
salieron a caminar en los alrededores del restaurante, regresaron al
carro y llevaron a Robertito a su casa. Sus papás ya habían
regresado del cine y Mireya, la mamá de Robertito ya había marcado
dos veces durante la cena. Todo estaba bien.
En la puerta de la casa de
ella:
—Gracias por todo,
Javier, –y le extendió un sobre que él titubeó en recibir.
—Al menos fue una
Noche de Disfraces, –comentó él mientras se separaba del beso de
despedida.
—Me saludas a tu
esposa –le dijo Clarisa al cerrar la puerta.
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