Apenas tengo dos meses en Ensenada y ya me sale con sinceridad la frase "Cuando vivía en Monterrey...". Si vivir aquí, así, ahora, fuera mi placer culpable, no me levantaría de la cama y habría vuelto, con el mismo cassette regio y salvo el honor a mi ciudad de origen. Pero a veces para ser feliz se requiere aventarse el clavado.
Me pasa como a aquellas mujeres que después de años de maltrato sicológico del marido, un maltrato que nunca se atrevieron a reconocer abiertamente ante nadie, al fin se separan. Luego, van con su mejor amiga, y le dicen asustadas: "Ay, Rosy, no sé cómo pude vivir así tanto año".
Pero yo no estoy asustado, sólo me da pena reconocer que creía que esa ciudad no le ejercía un maltrato a nadie, que sólo era una perecepción mía, una absurda percepción jodida mía, y que a las 407 personas a quienes les han cocido el cuerpo a plomazos desde enero hasta hoy a las 6:00 de la tarde son algo menor, una absurda percepción mía.
No sé cómo pude vivir así tanto año.
Aquí cargo sólo lo necesario. Y me digo a mi mismo que si puedo correr 300 metros por la playa sin preocuparme que se me caiga o se me moje nada de lo que llevo encima, entonces podré decir que ando ligero.
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