Para mis hermanos del Clan de Rovers scouts del grupo 14.
En
un país lejano vivía una princesa muy hermosa. Era tan bella que la
gente que la llegó a ver decía que era más hermosa que la misma
reina. Esta princesa vivía encerrada en la torre más alta del
castillo donde sólo había un espejo y miles de libros. Permanecía
ahí un poco por voluntad propia y un poco forzada por sus dos
hermanas menores, que si bien no eran tan bellas como ella, sí
mostraban, ellas sí, mucho interés en su propio futuro.
La
princesa tenía, como no se puede cansar de repetir, una belleza que
incluso superaba a la de su madre en sus mejores años. Pero tenía
otra característica que no se podía tampoco pasar por alto: era
sorda de nacimiento. Por ello, sus hermanas la habían relegado de la
vida social del castillo; por eso y porque siendo la mayor, era la
sucesora natural al trono… cuando llegara el momento de casarse.
El
señor rey había muerto hacía tres años en una batalla defendiendo
el reino, el cual no se deshizo gracias a que gobernaba en conjunto
con un Consejo de Caballeros, formado por 12 hombres virtuosos y
valientes. Estos caballeros tomaban decisiones en conjunto y
discutían, sin jerarquías ni dobleces, los destinos del reino. Ante
una diferencia grave debatían hasta convencer, y si convencer no se
podía, debatían en presencia de la reina, que otorgaba el voto de
calidad a quien tuviera, según su intuición, la posición más
sabia para el reino. Y su palabra era ley.
Un
día la reina citó a los doce caballeros para decirles que su edad
avanzada no le permitiría vivir durante mucho tiempo más, por lo
que consideraba necesario elegir una nueva reina y un nuevo rey para
el trono. Les dijo también que ella ya tenía una opinión al
respecto, pero que quería escucharlos a ellos; por eso les dio tres
días para que pensaran en ese paso tan importante para todos.
Los
caballeros se reunieron en cuatro grupos de tres caballeros durante
dos días, y al tercer día, desde las seis de la mañana hasta las
tres de la tarde, se juntaron los doce para discutir la decisión.
Luego tomaron un descanso para comer, y a las cuatro entraron al
salón donde la reina y doscientos invitados los esperaban.
Le
dijeron que deseaban que de entre ellos saliera el próximo rey, ya
que ninguno había tomado a mujer por esposa, y además, le dijeron,
todos estaban dispuestos a morir por su reino. La reina les contestó
que no se trataba ahora de morir, que ya había padecido suficiente
con la muerte de su esposo, y que pensaba que tendría que ser
alguien no sólo valiente, sino también sano para que pudiera
gobernar el reino por muchos años.
Los
caballeros le dijeron entonces que propondrían de entre ellos a tres
posibles sucesores, pero que el que saliera elegido, si les era
permitido, tomaría por esposa y reina a una de sus hijas. La reina
no aprobó le propuesta, pero tampoco la rechazó. Más bien les dijo
que propusieran y luego ya se vería.
Los
caballeros durante los 12 días siguientes compitieron en diversas
disciplinas, desde lucha cuerpo a cuerpo, hasta torneos de ajedrez,
pasando por una batalla en el campo de la oratoria y amplios
conocimientos sobre agricultura y astronomía.
Los
tres caballeros con la puntuación más alta recibieron honores
públicos así como una cota de malla bordada en oro: uno de ellos
sería el próximo rey.
Entonces
la reina mandó llamar a sus dos hijas, porque a la mayor no la
contaba pues estaba encerrada, mitad por voluntad propia, mitad por
la envidia de sus hermanas, aunque la razón oficial fuera su
sordera.
Entre
la hija menor y uno de los 12 caballeros hubo algunas miradas, no
unas miradas que se dan entre dos desconocidos, sino entre dos
personas que ocultan un secreto. La hija menor se mordía el labio y
apretaba nerviosamente los puños.
Cuando
los 12 propusieron a los tres caballeros, la reina ya había elegido
a uno de ellos. Y fue a éste a quien llamó al frente y le preguntó
que a cuál de sus dos hijas deseaba por esposa.
—A la más hermosa
de cuantas mujeres han visto mis ojos, señora mía; a la mujer que
defendería con mi vida su honor y el reino si fuera necesario ahora
mismo; a la mujer por la que mi corazón sueña: a la princesa de la
torre, señora mía— contestó con voz firme el caballero.
En
ese momento la hija menor se desvaneció y la hija de en medio dio un
grito que no se supo si fue de terror o de ira. En toda la sala hubo
murmullos que resonaron como si vinieran de muy lejos.
La
reina al escucharlo, hizo un movimiento alzando muy ligeramente el
rostro, pero sin despegar la mirada del osado caballero, un gesto que
parecía retar la insolencia del hombre crecido que se plantaba ante
ella, ¿o era quizá un gesto de satisfacción?
La
reina aún sin mirar ni siquiera a sus hijas, le preguntó al
caballero:
—¿Y… si yo te
dijera que ella no es la elegida por mí?
—Entonces
obedecería, reina mía…
La
sala se inundó de nuevo de murmullos. La reina movía la cabeza
lentamente en un signo de aprobación.
—…Pero
recuerde, señora —irrumpió el caballero imponiendo un silencio
repentino— que un reino conducido con amor puede más que cien mil
guerreros.
La
reina mandó traer al día siguiente a su hija mayor, y también al
caballero elegido. Los tres ante una mesa en el locutorio decidían
el destino del reino entero. La reina le comunicó a su hija por
medio de señales que el hombre frente a ella era la persona adecuada
para casarse. A la hija se le ensombreció el rostro y su mirada se
hizo triste como un pozo sin fondo. Pidió una pluma y escribió:
—Haré lo que tú me
pidas, madre, pero no estoy preparada para casarme.
El
caballero, al leer el mensaje, se quedó inmóvil como una piedra.
Hizo el ademán de hablar, pero recordó que la princesa no lo
escucharía. Un escalofrío de tristeza le partió la espalda y se le
atoró en la garganta. Había sentido menos tristeza cuando su madre
murió de viruela.
El
caballero se puso de pie y le dijo a la reina:
—Señora mía, reina
de nuestro amado reino: una lanza se puede doblar en el fuego, una
muralla se puede escalar o derribar, pero un corazón como el de la
princesa no es de hierro ni de roca. Cuando ella esté preparada yo
estaré ahí.
Y
el guerrero salió. Antes miró a la princesa con dulzura pero
intensamente, y puso en sus manos la cota de malla que se había
ganado. Se fue con la serenidad de quien está a un paso de una
muerte digna.
El
caballero pasó 39 días con sus noches frente a la torre de la
princesa, quien lo veía con cautela de niña desde su ventana. Los
aldeanos le llevaban comida al guerrero como si fuera un pedigüeño
de los que aún quedaban algunos. En el día 40 cayó en fiebre y
unos vecinos lo retiraron del lugar para lavarlo y tratar de sanarlo.
Pero por la noche el caballero desapareció de su cama y al amanecer
fueron a encontrarlo en el mismo lugar de donde lo habían retirado.
Pero
no se recuperaba. Al contrario, la fiebre lo ponía a imaginar cosas
que podrían haber pasado. En su delirio reía con los ojos cerrados
y reía hasta que se quedaba verdaderamente dormido. Tres días más
tarde, unos niños encontraron vacío el hueco donde permanecía,
entonces uno de ellos dio un salto apuntando hacía la torre y vieron
cómo el hombre trepaba sin más ayuda que sus manos temblorosas y
sus pies entumidos.
Se
dio la voz de alarma y el caballero fue ayudado a bajar entre peleas
imaginarias y palabras que la princesa no habría entendido.
Fue
puesto bajo custodia en una celda y atendido de sus fiebres físicas.
Al día siguiente el caballero abrió los ojos con una iluminación
que venía de lo alto para sanar sus otros dolores: era la más
hermosa princesa que sus ojos hubieran visto, que en persona, quería
saber por sí misma el destino de este caballero, que tenía ya dos
meses de hacerle sombra a los perros de la vía.
La
princesa le escribió en un papel que sí estaba dispuesta a casarse
con él, pero que no estaba preparada aún.
Y
el caballero la esperó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Te agradezco el tiempo que te tomas para dejar un comentario. Mi correo es yadivia@hotmail.com