jueves, 17 de mayo de 2012

No creo en un Dios II


Antier llevé a Andrés, mi hijo de 10 años, por primera vez al beisbol. Los Marineros de Ensenada recibieron a San Luis y hasta la quinta entrada los locales ganaban 4-0.

Después de un rato de haber llegado compramos unos fritos. Luego vi que al Andrés le habían dado, sin que me hubiera dado cuenta, un refresco de lata en la entrada.

Pero con todo esto, de momento se me hizo raro que no hubiera abierto esa lata. Después de los fritos suele dar sed. Cuando le pregunté si se la pensaba tomar me dijo, sin apenas quitar la vista del campo, que no. Era una lata corta, pequeña, la mitad de una lata normal. Al verla de cerca vi que no era refresco sino que era té negro. Le pregunté que sí no se lo tomaba porque se trataba de té negro y me contestó con un “ajá” moviendo la cabeza.

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Desde hace algunos años, y por instancias de su madre, los niños comenzaron a asistir a la Iglesia mormona. Su actividad principal es asistir a las reuniones los domingos de 12:30 a 3:30 pm. Muchas veces Ernesto, mi hijo mayor, se ha resistido a ir. Por flojera, por cansancio, por lo que sea. Lo siento, le digo, pero tú hiciste un compromiso y ahora hay que cumplir. Si no hay una razón de peso para no ir, le aclaro, entonces hay que estar.

Con Andrés no batallo. Él se prepara por su cuenta y obedece a la hora de meterse a bañar, a veces plancha su camisa, en fin, sin ningún problema.


La iglesia a la que asiste pide que sus miembros no se metan nada que pudiera hacerles daño a su cuerpo, incluyendo ningún tipo de estimulante por pequeño que sea como el té o el café. Yo no estoy de acuerdo con que eso realmente haga daño, pero sí estoy de acuerdo en que promuevan que no deben meterse cosas que sean perjudiciales para el organismo; eso está muy bien.


Al principio, hace años, se me hizo raro que fueran a la Iglesia mormona. Lo desconocido siempre levanta sospechas, especialmente en nuestra profunda tradición católica y nuestra falta de cuestionamiento de nuestras ideas. Vengo de una familia como la de millones en las que no asistir a misa puede pasar, pero participar activamente en otra creencia eso algo huele a una cochina traición. No se diga “promoverle” a los niños otras “extrañas” creencias. Hace algunos años mi papá me “sugirió” que mis hijos se bautizaran por la Iglesia católica (hasta el momento no ha sucedido). Los discutimos un poco. Básicamente le dije que creía que cuando los niños tuvieran edad para elegir (en ese momento los niños tenían aproximadamente tres y cinco años) pues que eligieran lo que mejor les pareciese. Sentí un dejo de tristeza, de impotencia, incluso de dolor ante mí postura. Para un hombre que estudió Derecho canónico y que conoce las creo que catorce causales de anulación matrimonial de la Iglesia católica, el asunto me parece que tuvo cierto impacto.
Pero resulta que creo en el derecho y en la libertad que cada uno tiene, tenemos, en creer en el Dios que mejor le parezca. O no creer en ninguno.

En realidad la creencia, el contenido de esa fe, me interesa muy poco (me interesa muy poco en su contenido teológico, pero me interesa mucho en su aspecto sociológico y sicológico –veo con morboso asombro cómo el ingrediente de la fe pone en crisis a una persona entre el deseo y la culpa: una neurosis que ni Jescucristo en el Calvario, vivió, pues él sí la tenía clara).

Para mí no es relevante el contenido de un cuerpo de creencias. Si mis hijos se hubieran inclinado por otra iglesia, como por ejemplo la católica, habrían tenido ciertas ventajas porque les pude haber ayudado un poco con más orientación, pero no fue así. En otras palabras, no importa si hay o no hay Dios (o dioses), sino lo único que importa es lo que cada persona es capaz de hacer en función de esa creencia. O sea: no es el Dios, sino lo creemos que debemos hacer por él.

Pero lo más importante es la coherencia entre lo que creemos y lo que hacemos. Ser consecuente es una de las cosas más difíciles, pero creo que vale la pena ejercitarnos.

Pienso que muy remotamente adoptaría yo un sistema de creencias como el de la Iglesia mormona y el de cualquier otra, puesto que hasta donde me conozco, eso no me funciona ni me hace mejor persona. Pienso que a mis hijos creer en una doctrina como la que promueve la Iglesia mormona les puede funcionar, mientras no se demuestre que los perjudique.

Si ellos adoptaron ese compromiso, hay que practicarlo. Aunque cueste dejar la televisión o dejar de jugar o ir al parque. Si alguien se dice católico pero no practica esas creencias, entonces debería revisar si debe seguir diciendo que cree en lo que cree, etc.

Por último pienso que el Andrés fue coherente al no tomarse ese té negro aunque tuviera sed. Creo que en ese pequeño acto fue él quien me puso el ejemplo.

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sábado, 12 de mayo de 2012

El orgullo de mi nepotismo

No vayan a creer que es sólo por el orgullo de mi nepotismo sino que mi hermana es una investigadora muy destacada. Cuando preparábamos el número de ciencia le pedí un artículo y me pareció bastante bueno, por sencillo, claro e interesante. Aquí en la página 30 lo podrán leer. Ah, no lo he dicho: estudió matemáticas y obtuvo su doctorado con mención de honor en la Univeridad de Niza, Francia, en el mismo mes que cumplió 28 años. Ahora da clases en la Universidad Humbolt de Berlín, y vive entre números y numerosos congresos por muchos países del mundo, incluyendo México. A ver qué les parece.

jueves, 10 de mayo de 2012

No creo en un Dios

No soy creyente religioso lo fui hace más de 20 años, pero pienso que las creencias son importantes. Tanto como la libertad de creer cada uno en lo que mejor le parezca, siempre y cuando en nombre de sus creencias no someta a otros.Pienso que hay quienes se sienten cómodos, o necesitan, o les funciona tener y practicar una creencia, una fe, como le llaman muchos. Otros no. En otras palabras, en mi opinión, la creencia en una fe no es para todos, por qué, porque a unos, esa creencia los hace indudablemente mejores personas, y a otras, esa misma creencia, los empeora. Muchos me replicarán que es un creencia mal encaminada. Probablemente. Pero no me gusta que el bosque de la religión no me deje ver los árboles de las personas, con cara y todo, con cosas nefastas, con historia y sufrimientos. Con todas sus bellezas y sus bondades. Pero ver su cara.
¿Entonces en qué creo? Creo en ciertas personas. Bueno, alguien me dirá, las personas pueden fallar, te pueden fallar. Sí, tal vez, diré yo. Creo en muchas personas, pero no significa que espere demasiado de ellas. 
Punto número uno: No esperar demasiado de la gente; esperar más bien cosas de mí
¿En qué creo? Creo en mí, porque soy responsable de modificar un ladrillo, una caja con canicas, una superficie en donde no hay nada. Es una obligación creer en uno mismo, y es muy saludable no esperar mucho de los demás. Hay que creer en uno para poder hacer las cosas, aunque, como dijo el flaco Gandhi, casi todo lo que realice será insignificante, pero es muy importante que lo haga. Ese es el sentido que tiene para mí creer en uno mismo.
Alguien replicará que ese creer en uno mismo suena a egoísmo, en centrarse en uno mismo. Está bien, puede que lo sea. Pero esa es la base. ¿No habrá algo más, algo más allá, un ideal, una utopía? Pues sí, el doctor Guevara de la Serna, este muchacho  argentino medio loco que mataron, no en la hoguera pero sí en La Higuera, hablaba mucho de eso, de ideales. Él se fue al extremo y digamos que en algún sentido se inmoló por una causa. Muy bien. Hoy en día uno puede decidir no inmolarse. Creo, a ver si sigo aclarándome, en las pequeñas cosas que acumuladas, pueden representar mucho. ¿En la constancia, me preguntan? Sí, eso, en la constancia, pero también en todo lo bueno que puede darse entre dos o más personas. 
Y si me apuran, diré que creo, y no sólo creo sino que siento avidez, por las cosas que inspiran, que provocan, que te modifican de algún modo.
A veces voy al Sullivan a caminar acompañado de mi mujer. El Sullivan es un centro deportivo administrado por el Municipio con pista de atletismo profesional y varias canchas. Queda a unas cuatro cuadras de la casa y la entrada cuesta tres pesos. En las mañanas, a eso de las siete, en la pista habrá más de 30 o 40 personas, casi todas mayores de 50 o 60 años, caminando en ropa deportiva; alguna señoras usan unas viseras grandes a una hora en las que aún no hay sol. Mi esposa y yo vamos temprano, después de que ella deja a los niños en la escuela. 
Hace un par de días, esperándola a unos pasos dentro de la reja del Sullivan, había un señor que se disponía a pintar un árbol con cal. Por su apariencia era un trabajador, estaba dentro del jardín, a unos siete u ocho metros de donde yo estaba parado, detrás de un bardita que me llegaba a la cintura.
Cuando me vio, por las señas que hizo me di cuenta que era mudo. O sordomudo. Con señas y a cierta distancia, el hombre de unos 50 años, de piel morena, no muy alto y de aspecto musculoso, me platicó de su trabajo, del trato que le dan sus jefes. No había queja precisamente, o mejor dicho, no sentí que tratara de provocar lástima. El señor estaba dedicado a lo suyo. Cuando vio que llegó uno de sus jefes, (el cual quedó fuera de su vista, pero estaba cerca de mí y yo lo podía ver de reojo), me explicó cómo era su trato y qué cosas necesitaba de materiales y herramientas. Todo esto se lo entendí clarito. Lo observaba atento. Continuaba. Se agachó a revolver la pintura del bote con un palo, se puso unos lentes protectores y se acomodó la gorra. 
Fue una charla de cinco o seis minutos. Llegó mi mujer y nos fuimos a caminar. 
La confianza que este señor me entregó, el contacto que hicimos, fue inspirador para mí. Se expresó con desenvoltura, con brazos, con manos. Se expresaba con agilidad pero con movimientos precisos, sin desperdiciarlos. Cuando terminé la charla con él sentí que algo sensible, humano, acabábamos de intercambiar. Me sentí inspirado.
¿Que si creo en gente? Creo en este tipo de gente que cree en la gente, que puede mirarte a los ojos y sonreírte y decirte lo que piensa. Creo que la gente cercana, amigos, conocidos, familia, lo que los une es el amor, la amistad (a veces el compromiso y el interés, así que no echo a todos en el mismo cajón).
Cerrando más el círculo, creo en la gente, pero cuando se da esa chispa recíproca, puede nacer la amistad. Y sí, creo que seleccionar amigos debe ser un arte más importante que el de prometer. No me entretengo en este punto porque creo que es bastante claro. Sólo que el delicado trabajo de la amistad es cultivarla y saberla valorar cuando el otro también hace lo propio por acercarse.
Y entre la gente, pues bueno, la pareja. La elección de la pareja, junto con la de la profesión, son dos de las más trascendentales de la vida.
Para una buena elección de pareja se deben tener ciertas herramientas. Digamos que algunas ya las trae el equipo con el que crecemos en la casa, incluyendo esas brújulas como los valores, que adoptamos de la atmósfera familiar. 
De nada sirve tener una pareja con enormes atributos de belleza, de lana, de apellido, de carisma, incluso de inteligencia y talento, si no es capaz de relacionarse sanamente en pareja. La revista Fama vive de los ricos y famosos que no se pueden relacionar sanamente en pareja. Los exhibe. Pero en eso, en cuestión de amor, todos tenemos o hemos tenido dificultades. 
Saber elegir bien a la pareja te ahorra problemas y te hará más feliz, y no sólo eso, te permite crecer y desarrollarte en los propios terrenos profesionales y no te hace gastar energía innecesariamente resolviendo asuntos que pudieron evitarse con una buena elección de pareja o con terapia temprana.

Creo que con todo lo dicho hasta aquí todas mis creencias son bastante terrenales. En resumen, punto número uno, creo en las cosas y personas que te inspiren a pensar, imaginar o a actuar. Puede ser el arte, la literatura, el cine, especialmente las personas. Hay personas cercanas que no eliges y no te inspiran nada y no puedes cambiarlo, y hay personas cercanas con las que tú has decidido estar y cultivar. 

Punto dos: creo en la pequeñas cosas significativas.

Punto tres, esto no lo he mencionado. Pienso que en muchos momentos cada uno puede elegir (y afrontar, y enseguida sufrir o gozar de lo que venga), pero de pronto, el azar aparece, la coincidencia de la alineación de planetas en el momento que iba pasando aquel carro y una persona miró y otro hizo aquella llamada en el momento preciso y una infinita mesa de billar con miles de bolas en las que de pronto, dos se tocan. Creo en el azar, en las coincidencias. Hay grandes observadores de coincidencias como el escritor Paul Auster en su Cuaderno rojo. Si nos fijamos bien, nuestras pocas grandes elecciones importantes de la vida, navegan en el mar de las coincidencias, del azar. Y eso es algo real y tangible. Me relaja y entretiene más un libro de Dinámica que acabo de conseguir, con todas sus derivadas entre las que yo trastabilleo con mi poquísima álgebra rudimentaria pero feliz, que tratarle de dar explicaciones metafísicas o religiosas a lo que me sucede. Gran parte de lo que nos sucede no tiene un sentido (a veces mucho de lo que nosotros realizamos o pensamos tampoco lo tiene, y actuamos con la mayor seriedad ante ello), y tratar de encontrárselo es gastar gasolina por puro gusto pudiéndonos quedar en la casa.

El deseo es el deseo, la razón hay que cultivarla. Pero ante ciertas creencias nomás queda callarte y darte media vuelta.











sábado, 5 de mayo de 2012

La palabra y la imagen


Las redes sociales y especialmente el Facebook propician una sobreexhibición de la vida privada. Los internautas muestran fotografías con su perro, su familia y hasta de las cosas más superficiales que puede haber, todo con tal de existir para otros. Son cada vez más frecuentes los casos de tecnodependencia, o dependencia de los aparatos tecnológicos. El individuo que no puede conectarse a un dispositivo a internet se muestra ansioso y sus pensamientos lo llevan a situarse en querer estar conectado, encontrar la WI-Fi más cercana de donde beber.
Antes la televisión, ahora es el Facebook y el Youtube los grandes foros a conquistar. La enorme pasarela de vanidades es para muchos más importante que estar frente a una persona. Esta forma de relacionarse parece estar acorde con la sentencia: Quien no existe en Facebook, no existe en el mundo.
Pero no denostamos las redes, sólo buscamos contrastar dos polos, dos personajes, o mejor dicho dos seres de carne y hueso absolutamente opuestos: Enrique Peña Nieto y Gabriel Zaid.
Los dos son personajes públicos en el sentido de que son conocidos: uno como político y el otro como escritor.
Ambos con trayectoria, aunque de diferentes edades. Peña Nieto de 45 años, Zaid actualmente de 78. Sin embargo, lo que los hace ser opuestos es su imagen pública. El político ha sido diputado, gobernador y hoy es candidato a la Presidencia. Su rostro aparece en prácticamente en cada rincón del país y por todos los medios habidos y por haber: desde la barda en un poblado apartado, hasta su cuenta de Twitter, que acumula hasta el viernes 4 de mayo nada menos que 605 mil 677 seguidores, una cantidad 30 por ciento mayor a toda la población de Ensenada según el censo del 2010.
De Gabriel Zaid no existen fotografías. Sencillamente porque no asiste a eventos ni da entrevistas. Vamos, quizá se encuentren algunas en internet, pocas, y hasta haya quien dude de su veracidad Pero no importa mucho, el escritor e ingeniero egresado del Tec de Monterrey ha dicho que su rostro son sus libros, y de esos sí, tiene muchos, cerca de 30.
Zaid tan prolífico, hombre de ideas. Peña Nieto posiblemente el próximo Presidente del país. Independientemente de lo opuesto la opiniones políticas de cada uno, ambos son claros ejemplos de un manejo de la imagen.
Podemos concluir que el mundo de las ideas es uno de los sectores más impopulares de la tierra, pues difícilmente tendrá seguidores por legión. La imagen de un candidato, su rostro, su carisma, es lo que puede hacer la diferencia entre aumentar o no el número de simpatizantes.
Proponemos un ejercicio. ¿Con qué imagen se podría representar a una figura pública como Gabriel Zaid? Y a su vez ¿Con que  idea se podría representar en palabras a Enrique Peña Nieto?










martes, 1 de mayo de 2012

No confíes en alguien que lee

Mis libros aún están en Monterrey. Son pocos, muy pocos comparados con la cantidad que tienen mis cuates que leen; ellos tienen muchos metros de libros. Aquí yo tengo apenas un librero y estoy haciéndome de libros, en tanto mando traer los de Monterrey. Envidio a quienes recorren páginas y páginas con mejor olfato y agilidad. Me llama la atención el argumento de quienes son poco afines a la lectura: "Es que no tengo tiempo". Pero al final es una cuestión de gustos, de intereses. Cómo es posible que algunos de los que conozco, que tienen su horario ocupado, puedan leer al menos una novela en una semana. O varios libros. A veces más. Simplemente porque les gusta. (Es cierto que haciendo fila, esperando en algún lugar o hasta en el baño se puede sacar tiempo para leer, por lo menos hasta una hora al día de puros tiempos "muertos", eso lo vivo). Pero leer no es ninguna obligación; cuando lo es, se pierde el gusto. Hemos, en todos caso, perdido la curiosidad. Muchas veces pienso que no tiene ningún objeto ese "adoctrinamiento" en favor de la lectura. Pienso que, al menos en los adultos, eso no funciona. A los adultos, a los adultos poco interesados en la lectura recreativa (ah, me aventé con el término, jaja), les vale reverenda madre que les vienen con la monserga de que encontraste un libro o una revista muy buenos. NO-TIENEN-TIEMPO. Entiende, NO-TENGO-TIEMPO. No leen ni aunque les pagues. En los chamacos, creo que el gusto como dice Felipe Garrido, es por contagio. Tienen la imaginación más fresca. Mi hijo mayor acaba de leer El Psicoanalista, de John Katzenbach, un triller sicológico muy truculento. Dudé en comprárselo porque la trama no me pareció muy propia para un chamaco de 14 años. Pero han visto más mugrero en la televisión, me dije. Se lo leyó con gusto. Creo que le interesarán más libros de ese mismo autor, pero por lo pronto ya tiene el interés. Sí, sé que hay cientos de conocidos cuyos hijos leen, mucho y bien desde muy corta edad. Afortunados son. Si empezaron por los cómics y se ampliaron a Harry Potter y de ahí ya pasaron por los productos juveniles estilo ¨El crepúsculo", prácticamente ya están del otro lado. En el caso de mis hijos, ellos han tenido al alcance libros, pero sobre todo lo han amamantado de su madre, que es una lectora, ella sí, voraz, es decir: enferma. En fin, todo este rollo no es para decir que mis hijos les gusta un poco leer, sino para decir que leer es una actividad que preferentemente se le haya gusto en la infancia. De adultos ya está muy cabrón. Incluso, en muchos ámbitos, quien lee es un poco una persona media rara. En fin. No confíes en alguien que lee; si no es arrogante se le pueden ocurrir cosas muy enfermas. O ambas cosas.