lunes, 26 de septiembre de 2011

Toros

Mi infancia se desenvolvió ajena a los espectáculos masivos. No me atrapó un partido futbol por televisión los domingos, mucho menos fui a un estadio. Nunca pisé una función de box ni de lucha libre. Los únicos dos espectáculos masivos que seguí con atención, a través de la pequeña televisión en blanco y negro que tuvimos hasta mis 15 ó 16 años, fueron la visita del papa Juan Pablo II el 31 de enero de 1979 y el campeonato de futbol que Tigres ganó en el año 82.
Los setenta y por poco los ochenta fueron décadas perdidas para mí. Llegué a los artistas masivos hasta el 86 con los Hombres G. Enseguida algo de Bosé de principios de los noventa y se acabó. Un par de veces fui a una discoteca en aquellos años, la primera fue una tardeada el domingo 3 de diciembre de 1989 en el bar Uno, que también se llamó SS Club, en el Centrito del Valle en San Pedro.
Un único espectáculo masivo presencié desde mis cinco o seis años hasta los 12 o 13: La fiesta brava, las corridas de toros. Mi papá me llevaba a la Monumental Monterrey, no muy seguido, pero sí con alguna frecuencia. Al principio, pues no entendía nada, comía mocos.
Es una tradición algo dogmática, como a los pequeños que se les lleva a misa los domingos y de grandes a su vez llevan a sus hijos a misa. Son ese tipo de verdades que no se cuestionan, si te gustan, vas, si no, pues no vas.
Así yo, llevé a mis hijos años más tarde. Algunas corridas recuerdo, como la del sábado 18 de noviembre del 2006 en que se fue la luz al momento en que el matador estaba a punto de matar. Toda la plaza quedó a oscuras. Una luz pequeña pero potente hizo un cono. Era una cámara al parecer de televisión. En ese momento Eloy Cavazos, el maestro, el anfitrión, el papá de los pollitos, el que no iba dejar que nada malo pasara, brinco al ruedo y mató al toro ante la ovación de todos los asistentes.
Eloy mismo, ahora ya retirado, se caracterizaba por algunos hábitos en la plaza. Una de ellas era que cuando la banda de música andaba pescando moscas, tocando otra rola de relleno, él los llamaba desde la arena, muleta en mano, ey, sí, ustedes, y con el índice apuntaba el piso, aquí, el de aquí. Tronaban los primeros acordes del Corrido de Monterrey. Los asistentes decían, ándale, ahora sí, pues que no aprenden (refiriéndose a los músicos).
Los toros son el único espectáculo masivo que adopté. Hoy está muy de moda esto de la protección a los animales. Entiendo que son gente cuyo padre nunca se quiso comunicar con su hijo llevándolo a los toros. Quizá a esas personas que se oponen a las corridas les parezca algo atroz. Seguramente tienen razón. Los toros, como la lucha libre, incluso creo que el futbol, son aficiones que uno más bien las pesca de pequeño o no las pesca nunca.
Dice el periódico que ayer se llevó a cabo la última corrida en la región autónoma de Cataluña antes de que entre en vigor, el 1º de enero del 2012, la prohibición para la fiesta brava en aquella zona de España.
Es probable que en México terminan por prohibirse en los próximos años. Ni pedo. No voy a salir con mis mantas a defender el derecho de los toros, ni tampoco el de los toreros a matar toros. Una le leí o le escuché Fernando Savater decir que los animales no tienen derechos porque no tienen obligaciones. Sí, entiendo el tema de la crueldad, hay países que lo tienen más clarito que otros. Sin embargo creo que hay una relación más estrecha y más compleja que se da entre el toro y el matador y entre éstos y el público.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Primerear y segundear

Son dos actividades comunes en el puerto. La primera se refiere a recorrer, a pie o en coche, la calle Primera.
Ensenada se caracteriza por que las calles de su primer cuadro y paralelas a la playa están numeradas. De la Primera a la número 18. La que bordea la costa se llama Bulevard Costero, la que sigue ya es la Primera. Es la mejor cara para que paseen los gringos que bajan del crucero dos o tres veces por semana. Hay cafés, restaurantes, salas de masajes (la mayoría de los gringos son adultos mayores), farmacias (ídem), hoteles.
La calle Primera, en esta cara bonita, tiene nueve cuadras de largo. La calle quiebra un poco, no mucho, dos veces y hace forma de serpiente. Las banquetas a ambos lados son relativamente anchas, unos cuatro metros en promedio, y la calle es de dos carriles, uno en cada sentido. En algunas partes la calle le come unos tramos a la banqueta para que se estacionen lo coches y los dos carriles queden igual de libres. Los fines de semana parece desfile de camionetas y muchachas y jóvenes que salen a primerear.
En otras partes, sobre la banqueta, hay unos recintos de madera con mesas adentro. La mitad de arriba es de vidrio y son como una extensión del restaurante o café que tienen a un lado. En el interior se puede ver familias, amigos, turistas, gringos, tomando cerveza o fumando o comiendo una ensalada. La calle Primera está diseñada para caminarse sin sentir la distancia que ya recorriste. Siempre hay algo que ver y no cansa.
De la calle Primera a la frontera con Estados Unidos hay una distancia no mayor a 115 kilómetros. Esta condición fronteriza hace no sólo que sea común ir de compras o de paseo a San Diego, sino que un volumen de los productos que se consumen en la ciudad provenga de aquel lado de la frontera.
Un automóvil mediano, por ejemlo, modelo 96 puede adquirirse en mil dólares. Son comunes los locales, establecimientos semiinformales, en donde se venden artículos usados en buen estado: lavadoras, ropa, mesas, juguetes, zapatos. Da la impresión de que los armarios gringos terminan aquí.
Segundear se refiere a recorrer y comprar artículos en las “segundas”, que es como llaman aquí a las tiendas de objetos usados.

jueves, 22 de septiembre de 2011

"Enteipar"

Los romanos llevaron el latín, el latín de la banda, se entiende, no el de los “léidos”, a la Hipania, es decir, a lo que conocemos hoy como España. Don Antonio Alatorre, que es, o más bien era un erudito filólogo porque se nos fue hace menos de un año, ubica el nacimiento del español entre el año 950 y mil de nuestra era, o sea hace unos diez siglos. Mil años, pues, pa’ redondear.
Decía que estos romanos, muchos de ellos con más masa muscular para conquistar territorios que interés en crear escuelas de idiomas, entraron a la Península Ibérica en oleadas y por zonas. A donde fueron, latinizaron los pueblos. Se pelearon con muchas tribus que se oponían a esta colonización, pero al final de cuentas se impusieron.
La ciudad de León, por ejemplo, guarda bajo sus sábanas el nombre de aquella legionem romana. La ciudad de César Augusta derivó en Zaragoza. El Montjuic ibérico pasó a llamarse Favia Paterna Barcino y luego, siglos más tarde, ya se llamó Barcelona.
Una promiscuidad de lenguas debió ser aquello: Ibéricos, celtas, carpetovetónicos, mezclándose con el latín de los gandallas romanos.
¿Quién se impuso? El latín, por su puesto. O mejor dicho, el amasiato que tuvo el viril latinazo con las sometidas lenguas, y también la encerrona que se tuvo con el árabe sin límite de tiempo. O por unos cinco siglos que es casi lo mismo. Alabado sea el Señor y los cristianos dándole.
El latín cohabitó con varias parejas, unas aquí y otras allá al mismo tiempo, y también tuvo serios romances. Romance, ahora en el sentido original, significaba “al estilo de Roma”. Los maestros, entre ellos nuestro admirado Antonio Alatorre en sus Los 1,001 y un años de la lengua española, explica cómo el latín se romanceó y se trocó castellano.
El español es el hijo natural de una poderosa lengua con muchas amantes. No podemos meter las manos al fuego para defender su “pureza lingüística”, al contrario, el flujo se enriqueció y alimentó nuestra forma de percibir el mundo pues, como dijo Wittgestein, “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”.
“Encuentran a hombre enteipado”, decía el titular del periódico local hace unas semanas. Me detuve y lo leí de nuevo. Leí bien: “Encuentran a enteipado”. No sabía qué era estar “enteipado”. Investigué, y resulta que el verbo significa amarrar con “teip”, que es como los naturales de este hermoso puerto llaman a la cinta adhesiva.
Escuchar el término “enteipar” a nadie sorprende aquí porque en los trabajos le llaman “teip” a las cintas. Y “teip”, como todo el mundo lo sabe o lo imaginaba menos yo, proviene de “tape”, que en el inglés más elemental significa cinta.
Esta historia se parece a la de los romanos que conquistaron ganaron tierras para el Imperio.
Hoy por hoy, el viril inglés, al mejor estilo de romance ibérico, nos está dando en cuatro patas y nosotros, ni hablar, mordemos la almohada porque de ahí comemos. Del desarrollo tecnológico cuyos manuales vienen en inglés.
Maestro Alatorre, volvamos a empezar.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Dedicar un libro

Cuando empezaba a estar joven publiqué un pequeño cuaderno, plaquette se les llama, de poemas. Esa primera publicación individual la dediqué a una chica que pretendía, a mi mejor amiga de ese entonces, "y a mis cuates del taller".
Algunas otras veces he dedicado poemas. Sobre este punto unos amigos y yo alguna vez discutimos que una vez dedicado el texto, es de mal gusto borrar o cambiar esa dedicatoria, aun y los ojos o corazones retroactivos. Sea como fuere, y más allá del debate minucioso de que si es exactamente lo mismo decir para que decir a, antes del nombre del dedicado, para alguien dedicado a las letras tiene un valor simbólico muy especial el dedicar un artículo, un poema y, especialmente, un libro.
Queda claro, al menos para mí, que el acto de dedicar un trabajo escrito es uno de los regalos más delicados, exquisitos y finos que puede haber entre la gente que se dedica a las letras.
Hace unas semanas recibí por mensajería proveniente de la ciudad de México un libro, Llamadas de silbato. La dedicatoria que me hace su autor, Arturo Reyes Fragoso, casi hace que me caiga de la silla. Ahí estaba, en la página cinco, una dedicatoria, no de puño y letra, sino con la garantía del offset, y con unas palabras dedicadas a mí que presuntamente me describen.
No dejen que me ponga sentimental y que suelte una lágrima de emoción, más bien diré que siempre recordaré este detalle de un periodista que admiro.

martes, 20 de septiembre de 2011

Federico Campbell



El texto de ayer pasó casi desapercibido para la persona que quería que lo leyera. En fin, así es esto, uno tira la botella al mar y quién sabe quién, cuándo ni cómo te van a leer. Se parece a la labor del periodista.

¿Los periodistas escribirán para alguien en especial? Supongo que en algunos casos sí, pero, según Federico Campbell, el periodista escribe para ser leído, y además para ser leído con claridad.

Les recomiendo para este tema el libro Periodismo escrito, del autor tijuanense que por cierto acaba de cumplir la tierna edad de 70 años, en donde de manera un tanto didáctica y amena, nos explica géneros literarios, en un paqueño apartado para cada uno, pero también menciona, como si estuviera platicando, casos de periodistas célebres.

Aquí me quedó más clara la diferencia entre columna y artículo de opinión por ejemplo, también da una aproximación al llamado "Nuevo periodismo", cuyos primeros indicios, menciona, se dieron en un temprano 1966.

Esta "nueva"corriente de hacer periodismo deja de lado los convencionalismos de objetividad, y hace uso de otros recursos estilísticos más relacionados con la literatura que con los meros datos que responden al qué, cuándo, cómo, quiénes, etc.

Yo, que no soy periodista pero que tengo mis debilidades, estoy disfrutando la lectura de este novelista y maestro del periodismo. Hay que escribir todos los días, dicen los que saben. Y aquí me tienen.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Ensenadeándose

Contrario a Monterrey, Ensenada es una ciudad bastante segura. Aquí los coches generalmente se detienen para que pase el peatón, y en los siete meses y ocho días que llevo durmiendo en este puerto, no he escuchado ni siquiera por equivocación de algún disparo mal intencionado. Aquí la gente se puede morir de aburrimiento, o ahogada en el mar, pero difícilmente de un bombazo, una ráfaga de cuerno de chivo, o colgada de un puente.

Todo esto viene a cuento porque llevo meses pensando en la diferencias entre las dos ciudades. Me llaman la atención especialmente las diferencias en el habla, pero también aquellos rasgos en el comportamiento de los habitantes.

Luego de algunas pláticas con personas, algunas de ellas avecindadas desde hace años en la ciudad, pero no nativas de aquí, me he formado la idea de que Ensenada es una ciudad relativamente abierta a recibir a nuevos pobladores; quizá esto no tiene tanto mérito si tomamos en cuenta que posiblemente más de la mitad de los casi 700 mil habitantes que hay no nació en la ciudad.

Pero por otra parte, frente a esa relativa apertura al fuereño, noto que los nacidos y que han vivido aquí toda su vida, tienden a ser un poco más cerrados, más reacios a confrontar, discutir o ya de plano conocer otros puntos de vista.

Sí, seguramente varios de ustedes me dirán que en cualquier lugar pequeño o grande, las personas que no salen, que no viajan, se quedan atrapadas en sus prejuicios, que a la larga es como no salir de tu casa. No voy a contradecir eso ahora, más bien al contrario, yo provengo de Monterrey, un enorme rancho con un dudoso orgullo de ser del norte, que más bien se acerca a un prejuicio enraizado en no conocer ni querer conocer más allá de los centros comerciales de Laredo y vacacionar en la Isla del Padre.

Leo en internet que Ensenada es considerada dentro de las ciudades mexicanas con un más alto nivel de vida. Y sí, lo creo. Aquí las preocupaciones son otras. Pero no son muchas. Hay buen vino, playa, todo está cerca, el clima es muy amable (cuando se sale de la franja de los 17 a 24 grados la gente detiene al que va pasando para contarle que hace mucho frío, o que está haciendo mucho calor). Aquí no llueve caóticamente, pero cuando cae una lluviecita mediana que dure más de media hora, todo mundo lo comenta y me ha tocado que lo publiquen en el periódico.

La ciudad es noble (entre el día en que me bajé del autobús y mi primer día de chamba, pasaron 28 días, cuatro viernes exactamente).

Veo las dos ciudades y definitivamente elijo Ensenada. No sólo por el clima. No sólo por la playa. No sólo por la chamba (que para mí es muy importante, pues soy editor de publicaciones y encima me pagan). No sólo por eso. Sino porque aquí viven mis hijos y porque está conmigo la mujer a la que amo.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Los niños

Al comienzo no lo pensé. Estábamos en una de las dos habitaciones del segundo piso, y bajo la cobija no se escuchaba nada excepto el sonido de los labios, el aliento entrecortado de alguno de los dos, y afuera, un coche ocasional que parecía lejano en la tranquilidad del barrio.
De pronto ella se quedó inmóvil, mirando a nada, girando los ojos en varias posiciones mientras aguzaba el oído. Yo me mantuve quieto a unos centímetros de su nariz, esperando alguna reacción adicional.

C. y yo nos conocimos desde hacía doce o trece años. Debo ser más exacto: yo la conocía a ella, pero ella no sabía de mi existencia. En ese entonces coincidimos en un diplomado de tres días, y C. no podía menos que llamar la atención, no sólo porque era la más hermosa de las asistentes, sino porque a pesar de su corta edad, era de las mejores diseñadoras del grupo de estudiantes.
Durante el receso del tercer día, ella se tuvo que ir y no la volví a ver. Tiempo después alguien dijo que se había casado o que se había ido a otra ciudad, o las dos cosas a la vez, pero no volví a saber de ella.

Se quedó inmóvil mientras aguzaba el oído. Había murmurado: “Los niños”, pero yo no sabía exactamente si se trataba de dos o de tres, que se supone estarían dormidos en el cuarto de junto Ninguno de los dos se movió. Luego fue cerrando los ojos, y entreabrió la boca en algo que se reanuda, en recibir mi beso que se había quedado inconcluso.
Al principio no lo pensé, o mejor dicho no recordé que tenía niños. Teníamos meses saliendo y no le quise decir que ya la conocía.

Había regresado a la ciudad un año atrás y puso un despacho de diseño junto a otra persona, pero no explicó más sobre la identidad de esa otra persona, sólo dijo que las cosas mejoraban mes con mes.

Mi empresa solicitó un trabajo urgente y alguien recomendó el despacho de C. Lo entregaron en dos días, pero nuestro pago por un descuido se retrasó siete. C. pidió hablar conmigo y a mí se me fue la sangre a los talones cuando la vi entrar. Diez minutos después el cheque estaba en mi escritorio y yo intentaba sacarle una cita. Me dijo que no podía por exceso de trabajo, pero a los dos se nos olvidó el mundo durante los 40 minutos que duramos platicando. Así fue mi reencuentro con C.

Era la primera vez que estábamos en su habitación. Esa noche me enamoré de ella. O no, quizá fue al despedirnos, cuando ella afirmó algo que empezaba con las palabras: “Si nos volvemos a ver…”, pero que en el fondo era una pregunta. O quizá fue cuando le llamé al día siguiente a las nueve de la mañana y ella, lo percibí por el teléfono, sonrió al saber que era yo.