jueves, 25 de julio de 2013

Arqueología literaria

Ya había estado en talleres literarios, algunos en la Facultad a cargo de Miguel Covarrubias, Agustín García Gil, de oyente, otro con Genaro Saúl Reyes más adelante, pero en donde me "formé" fue en el Taller de Creación Literaria del Universidad Regiomontana, ahí conocí a Gabo Josue Gabriel de Montemayor), a Gerardo García de la Garza, a Daniel Salinas Basave, a Sergio Quiñones
Una de las características de este taller era escribir y preparar lecturas públicas, lecturas escénicas con mucho de "performance". Lo coordinaba Mara Gutiérrez. Ahí aprendí mis poemas de memoria para "declamarlos" ante amigos, familiares y compañeros (comencé a percatarme del poder de seducción que tenían los poemas, pero esa es otra historia).
Algo que ejercité, inconscientemente, fue el oído, para elaborar versos medianos o largos, ya no cortos, pues éstos, ante el público, no tenían la misma "fuerza escénica". Buscaba que los versos tuvieran "cadencia", sí, que no acabaran pronto en el aliento, pero que además tuvieran más ritmo ("...quemo las naves con el último eco de un adiós profundo..."). Un hecho impotante, además de mi paso por el Taller de la UR entre el 92 y diciembre del 94, fue haber conocido a Fabián Muñoz. 

Debió ser en los primeros días de octubre del 92, en Aguascalientes. Fabián me invito al café Francia. Llegamos y me presentó a un poeta, y decir poeta era decir alguien con varios libros publicados. Nos sentamos con Marco Antonio Campos. Fabián le mostró su plaquette (Esperando abril, recién salido unos meses antes) y después, siguiendo su costumbre, abrió la boca. Le dijo que yo escribía. No me hice del rogar: en la bolsa trasera del pantalón traía, doblados en cuatro, mis tres únicos poemas (o que yo considera como tales, pues hasta a máquina estaban). Marco Antonio los leyó con atención, me hizo sugerencias y encima, me regaló un par de libros suyos dedicados. Ese hecho me marcó. Alguien me trataba como si fuera yo poeta, ni los pocos premios literarios que obtuve en la universidad me hicieron sentir tan singular. Después entré a Letras, pero ya venía mal desde antes.

jueves, 11 de julio de 2013

El acto de discursar


Discursar es elaborar un discurso. En nuestro imaginario un discurso es algo que elaboran los políticos o los maestros de ceremonias, está hecho de palabras y generalmente son muy aburridos. También es algo ante lo que debemos desconfiar en automático o simplemente descalificarlo.
Para el análisis del discurso, su materia de estudio puede ser hablada o escrita y constituyen actos comunicativos. Lo peculiar es que se trata de una transdisciplina, porque pude aludir tanto a la sociología, como a la epistemología, la lingüística, la psicología, entre otras posibles.
Ahora bien, aquello que en apariencia es un asunto solamente teórico, en realidad es un tema que está metido en la vida pública, en los medios de comunicación y en la forma en que se refuerzan ciertas creencias.
Para uno de los teóricos del análisis del discurso, el holandés Teun van Dijk, “el discurso es la bisagra entre el Poder y la mente”, es la manera en que se afianzan nuestras ideas. El análisis del discurso nos llevaría a revisar qué hay en este objeto que pueda ser relevante en los asuntos públicos. Mi respuesta es: todo.
Actos de habla
Estos eventos son el poder puro de la lengua, son palabras que al mismo tiempo son hechos. Uno puede ofender verbalmente, y este hecho solamente puede realizarse en presente, por ello sucede al momento de enunciarse. Lo mismo pasa al momento de prometer, asegurar, descalificar, jurar, incluso al pronunciar las palabras mágicas: “sí, acepto”.
Los discursos públicos están cargados de este tipo de actos que inciden en la mente de la audiencia. Un enunciante autorizado, es decir, alguien que por su lugar social tiene los micrófonos disponibles, puede “crear objetos con palabras” como dijo un estudioso, puede decir “que se está actuando con todo el peso de la ley”, y esto nos hace pensar que probablemente se está haciendo algo al respecto.
Discursos racistas
El mismo Van Dijk ha dedicado varios años al estudio de los discursos racistas. Esto es importante porque es a través de los discursos sociales que se afianzan creencias y comportamientos para excluir, rebajar, denigrar o anular a un grupo en particular.
Este tipo de estudios hace énfasis en aquellos rasgos que adjudican las características más preciadas al grupo del hablante, y los rasgos negativos al grupo que se trata de denostar. A nivel de habla un marcador es el uso del “nosotros” frente al “ellos”.
A ese “nosotros” le podemos adjudicar ser defensores de la democracia, honestidad, trabajo altruista, tolerancia, coherencia ideológica, higiene, educación, unión familiar, ser defensores del bien común, “estar de acuerdo con la naturaleza humana”, piedad, lealtad. Al grupo de “ellos” todo lo contrario. Y claro, estas ideas están implícitas en el discurso del hablante.
Baste hacer el ejercicio de poner en el rubro de los “otros” al grupo social que consideramos lo más alejado a nosotros, en virtud de su condición social, color de piel, orientación sexual y lugar de nacimiento. Esa palabra en acción es la que se esconde mejor.

miércoles, 10 de julio de 2013

El acto de escribir

En el mundo de la escritura, de la gente que escribe con la intención de publicar libros con su obra literaria, se da un fenómeno muy curioso. Escribir literatura es una pasión mezclada con una necesidad de contar algo en público. El proceso que considero más sensato es ser primero un lector, enseguida escribir con la intención de practicar como el que repasa una y otra vez el terreno de juego y mide sus fuerzas.
     Después viene “capacitarse” en talleres o con la ayuda de maestros que dominen ciertas técnicas (fuera de los autores leídos), más adelante, si se desea, llega la participación en lecturas, luego publicar en alguna antología o en el periódico y, por último, publicar un libro.
     Después de publicar el libro, viene intentar venderlo y, con esfuerzo constante y con mucha autocrítica, al tercero o cuarto título publicado llegar a ser un autor algo conocido un poco más allá de nuestros amigos cautivos. Siempre y cuando de entre esos cuatro o cinco libros haya al menos uno muy bueno.
     Pero cuando empezamos a escribir hacemos exactamente lo contrario. Primero escribimos unos cuantos relatos y muchos poemas. Los relatos pueden ser sobre cualquier tema y los poemas necesariamente son de amor. Escribimos: “Te amo porque sí, porque eres lo mejor para mí y sin ti no he de ser feliz”, luego lo leemos a todo aquel a quien quiera escucharlo y a quien su educación o cariño le impida negarse. En este momento intentamos registrar nuestra obra ante Derechos de Autor, por si acaso alguien nos quiere plagiar y por ende hacerse rico a costa de nuestro talento.
     Escribir es loable, pero leer es una silenciosa  costumbre que nos ofrece alimento. El ensayista Gabriel Zaid soltó un día la simpática idea de todo aquel que quisiera escribir un libro, debería haber leído antes otros mil, para guardar una relación de mil a uno y evitar que se acumularan eso que él llama “los demasiados libros”.
     En esta sociedad de imágenes, creo que hay que impulsar la escritura, escritura como terapia, como arte o como medio de llegar a otros. Estoy convencido que la escritura pone en juego el profundo universo que es la complejidad de la mente y nos conecta con seres desconocidos a través de signos.
     Por eso, antes de registrar una obra ante Derechos de Autor, acto que recomiendo cuando ya se tiene un corpus de textos que se quiere preservar en un volumen, habrá que revisar el trabajo, pulirlo, comentarlo.    No sentir vergüenza de mostrarlo a algunas personas de confianza, conocedores y no, pero sacarlo al fin.
     Es muy agradable encontrarse con personas que tienen imágenes guardadas en su experiencia, dolores absolutos que son los mismos que comparten con el género humano, anécdotas de familia que nadie contará más que ellos, en fin, vida concentrada en su mente y deseo en el corazón de expresarlo por escrito.      Comenzar con los poemas de amor no está nada mal, el mérito es decirlo de una manera original.

jueves, 4 de julio de 2013

El acto de leer

Si gusta, puede tomar un libro de su agrado, mirar el segundero de su reloj y comenzar a leer. Este ejercicio arrojará un promedio de lectura de unas 200 palabras por minuto, tal vez 250, en casos raros más de 300.
Si usted tiene en sus manos el libro, digamos que Las travesuras de la niña mala, de Mario Vargas Llosa, en la edición de Alfaguara, notará que cada página tiene 34 renglones, y cada renglón tiene 58 espacios en promedio. Esto da mil 972 caracteres por página, multiplicado por 375 páginas nos da 739 mil 500 caracteres, divididos entre seis caracteres por palabra, que es el promedio en idioma español, nos da 123 mil 250 palabras.
Si usted leyera a 200 palabras por minuto, esta novela la terminaría en aproximadamente 10 horas con 15 minutos.
Pero ¿para qué hablar de la lectura a alguien que ya tiene la costumbre de leer, al menos el periódico? Hablar de la lectura se podría compartir con quien no acostumbra leer, quien no sabe de ese goce extravagante, pero que puede llegar a tocar las entrañas.
Hace un tiempo un amigo ingeniero me hizo la pregunta de cuántos libros leía yo al año. Esta pregunta encierra la misma actitud de aquel que, días después de que le presté un libro, te dice que se quedó en la página 28.
Hay algo incomprensible en el acto de leer y parece que cuantificando, como lo acabo de hacer, estableciendo cantidades, se puede decir algo más y, sobre todo, informar a partir de una premisa al menos cuestionable: que más es mejor.
Pocos se ponen a pensar en leer, no mucho, sino en leer bien.
Sí, da la casualidad que los tres mejores lectores que conozco en persona son capaces de leer al menos tres libros por semana, y me refiero a volúmenes de más de 300 páginas.
Sí, también da la casualidad de que estas personas tienen, además de un gusto bien definido, una opinión clara sobre géneros y autores en general. Está por demás decir que en sus ratos "libres" leen textos en internet y de vez en cuanto vuelven a su vieja colección de revistas.
De todos modos sostengo que más cantidad no necesariamente es mejor. Creo que podemos sobrevivir con unos puñado de autores, como con un puñado amigos, todos bien escogidos.
Cada quien, cada uno de nosotros, como lectores entrarán a casa algunos nuevos autores, unos para quedarse y otros nomás de visita.
En mi caso, como platos fuertes, estoy leyendo los libros más recientes de Enrique Serna, y como entremeses vuelvo a los artículos de la revista Orsai, a artículos sobre aviones y a veces algo de lingüística y de matemáticas. Como se verá, no soy muy ordenado.
Buen sabor me dejó también Cómo pasa la vida, y Las travesuras de la niña mala.
Dejemos de lado la cantidad. ¿Qué libro, revista o autor le está cayendo a usted de maravilla en estos momentos?¿Tendrá usted alguno que pueda recomendar?

yadivia@hotmail.com