Comencé a escuchar la música de Celso Piña por puro accidente. En los últimos meses de 1984 y los primeros de 1985 yo cursaba primero secundaria en una colonia a la que nos acabábamos de cambiar un año antes, La Estancia, en San Nicolás de los Garza.
Se trataba de una colonia para los trabajadores de la Fundidora, excepto el tercer sector, que no era exclusivo para ellos. Mi papá era vendedor foráneo. La colonia contigua, Industrias del Vidrio, era para trabajadores de la Vidriera.
En esos barrios había algunas pandillas, como en muchos sectores populares de Monterrey. No se conocían las palabras “narco” ni “cártel”, pero se decía que algunos de los miembros de las pandillas fumaban mariguana. Ah, y usaban tatuajes, símbolo claro de rebeldía y especialmente de que el rumbo de su vida estaba más orientado hacia la vagancia, el vicio y acaso el delito, que hacia el trabajo y los estudios.
En los ochenta, una persona con tatuajes era percibida como alguien que había cometido algún delito grave o estaba aprendiendo a hacerlo.
En la Secundaria 33, que era la mía, a tres cuadras de mi casa, algunas veces se hacían bailes. Probablemente en mi primer año escolar no pasaron de tres. En uno de los salones del tercer piso se ponían unos cajones negros como de metro y medio de altura con bocinas que tocaban música para bailar.
El peinado era como una flor que se abría encima de la frente, los cabellos lacios casi al cuello, a veces desteñidos, las camisas floreadas abiertas de varios botones y echadas hacia atrás y los tenis Converse. Así se bailaba “Gitana”, la primera que dio a conocer a Celso. Y enseguida “La Cumbia de la Paz”, “El Gato y la Gata” y “La Negra Nelly”… no cualquiera ejecutaba correctamente esos pasos. Especialmente yo, que era un espectador tímido, que no perdía de vista a Genoveva, una muchachita morena, sonriente, muy desenvuelta y simpática, ni a Cristina, una chica más alta del promedio, robusta, también muy desenvuelta pero en el sentido en que le gusta a los chavos, y de quien se contaban algunos hechos que estimulaban la imaginación a un grado delirante.
César, Pedro, Oscar que era uno medio gordo y algo chaparro de tercero, pero muy desenvuelto, eran muy buenos para bailar. La seguridad que le ponían a sus pasos era la misma que si hubieran escrito la canción.
Celso en los ochenta nunca se iba a escuchar en la casa de mi querida tía Monche, que vivía en el Contry Tesoro y donde nunca se ponían los codos sobre la mesa. Aunque en La Estancia, mi familia nunca fuimos de lana, tampoco trabé contacto con nadie de “Los Comanches”, de las Industrias o de “Los Warriors”. Se sabía de ellos porque a veces se les veía pasar, con un atuendo y unos caminados que los hacía más visibles y porque rayaban con espray algunas paredes.
Algunos de “Los Comanches” rondaban los bailes, llamados quizá por las muchachas que por esa vez no usaban uniforme, y por la música.
Habría dado mi bicicleta a cambio de saber bailar colombiano. Nunca aprendí. Hoy, a mis 52 años, después de haber visto en vivo a Celso más de seis veces, de haberlo entrevistado en unas cuatro o cinco ocasiones, de haber bailado decenas de veces en “El Inter”, en Madero y Arista en Monterrey, con grupos colombianos, con todo eso yo no sé bailar cumbia.
Celso y en general la música colombiana, era un gusto de pandilleros, de la gente jodida, sin futuro. Claro que a mis 12 años yo no veía eso. Estaba en una edad en la que la música que se te mete en la sangre te va a acompañar hasta el último día. Compré un disco LP de Celso por mil 80 pesos de los viejos. En mi imaginación bailo colombiano. A veces hago como que sé, según yo. Pero lo que sí sé es que uno desaparece para existir dentro de la colombia, es decir, cuando bailas “La Negra Nelly” o la “Cumbia Poder”, el cuerpo se vuelve existencia adentro de la música, no hay modo de estar afuera.
Siento compasión por las personas que hacen comentarios muy “técnicos” cuando escuchan el concierto de Celso con la Orquesta de Baja California. Sí, envidio el ambiente que se vivió en el Auditorio Nacional y habría pagado mucho dinero por ver bailar a García Márquez y a su esposa Mercedes, ante los ojos extrañados en Marco (Museo de Arte Contemporáneo) al ritmo del acordeón de Celso. De ser una expresión cultivada en el cerro de la Campana y adoptada en los barrios marginados de la ciudad, ahora es un producto comercial. Y me alegra que las nuevas generaciones lo escuchen, lo adopten y mantengan viva la música colombiana, como el caso de La Coreañera. A Celso ya no le tocó, pero habrían hecho un gran dueto y acaso una buena amistad.
Celso fue el primero que apostó por la música colombiana. Se la jugó al dejar su empleo fijo en el Hospital Infantil y lanzarse de lleno a la música, con el apoyo de su padre, don Isaac Piña. Don Isaac le compró su primer acordeón, uno en un estado tan lamentable que cuando llegó, le salieron varios cucarachos.
Gerson Gómez me contaba anécdotas de cuando Celso lo visitaba en su casa de la calle Libertad y Rubén Mujica, quien fue su representante, me compartía lo que eran más bien quejas cuando yo trabajaba como editor de Cultura en Milenio. Se lamentaba como esposa despechada, pero también me quedaba claro que sin Mujica, Celso no habría salido del Flamingo’s, en Colón y Colegio Civil, ni habría grabado un montón de discos y duetos con los cantantes más famosos de México. Mujica lo lanzó a la fama internacional y eso hay que reconocerlo. Lo sacó de los bares y lo metió a Marco, al Palacio de Gobierno a cantarle al escultor Fernando Botero. Tenía un gran olfato para la relaciones y el negocio del espectáculo.
La música colombiana, como noto en algunos otros géneros en distintas épocas, fue un estilo de vida, como suscribirse a una visión del mundo, como empatizar con el barrio, la calle, y en algún puente poético del tiempo, con ese lento navegar de una piragua que abre el agua desde El Banco a Chimichahua por el río Cesar.
Hace exactamente seis años, el 21 de agosto de 2019, era miércoles. Yo trabajaba a distancia desde casa redactando para un portal de noticias en turnos de 7 a 3 de la tarde. Cerca de la una comencé a recibir mensajes de Whatsapp. Cinco o seis amigos me enviaron sus condolencias. Anestesiado por la granizada de noticias que leía minuto a minuto, no me hizo efecto una nota luctuoso que debió paralizarme.
A las 12:38, la misma hora que es en este momento pero de hace seis años, Celso Piña moría de un infarto en una cama del Hospital San Vicente, en Ruperto Martínez y Serafín Peña en nuestro natal Monterrey.
Mis amigos me daban el pésame porque con Celso se acordaban de mí. Me di cuenta que en todos estos años, en mis círculos, en Monterrey, en la Ciudad de México o en Ensenada, les quedaba claro lo importante que era para mí esta música, que no había persona cercana a quien no le hubiera hecho sentir que es necesario bailar con Celso para estar en paz con la vida.
En memoria de los
bailes de la secundaria y de aquellos años, mi gusto se ha mantenido. Pero hoy debo
confesarles algo que nunca he reconocido en cuatro décadas: Yo no sé bailar
cumbia. Soy un mirón que sueña con aprender de mis compañeros que en verdad saben.
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