Toda la semana que termina, incluso creo que casi todo el mes de septiembre, han sido días extraños. Por una parte revolotean sobre mi cabeza ciertas pequeñas nubes de incertidumbre, y por otro, se abren nuevas perspectivas.
No utilizo un coche como hace algunos años (un coche amplio y cómodo), tengo días sin internet ni teléfono en casa (cortesía de la ineficiencia de Cablevisión), estoy tomando decisiones importantes que afectarán mi vida y la de mis hijos, y a pesar de todo esto la ciudad se muestra distnta para mí. Este clima que no ha sido caluroso, sino uno ensenadense, y por lo tanto evocador de amor, es el más apto para caminar, para caminar y reflexionar, en planear los pendientes y especialmente disfrutar.
Y he caminado y caminado estas calles. Calculo que cada día camino unos seis o siete kilómetros, disfruto cuando me toca un camión con clima, y me la paso viendo la etiqueta con las líneas del Metro que hacen cruz en la ciudad.
Es cierto, no me gusta la ciudad, o mejor dicho no me gusta la doxa regiomontana, pero a donde voy, voy conmigo mismo, y el que soy para mí me sonríe, y cuando llego, cansado, de noche, el otro desconocido que soy me abre la puerta.
Decía que no me gusta la ciudad, pero ahora me gusto yo en la ciudad. Sucede que una o dos veces por día, me encuentro en la calle con un amigo o conocido, Hola qué tal, fulnanito, En dónde andas ahora, No has visto a, y platicamos unos minutos o simplemente agitamos la mano de un lado a otro de la calle. me gusta platicar con gente, mirar sus ojos, la expresión de su frente mientras habla, a veces cierta tensión en la comisura de sus labios cuando a veces me comparten sus miedos. Es muy padre cuando te encuentras a alguien y simplemente se sonríen. Nos sonreímos.
Creo que esto es parecido a disfrutar la ciudad. Creo que esto es parecido a disfrutar de uno mismo y lo que hace.
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