lunes, 25 de enero de 2010

La Reina del Pacífico

Antes de contar lo del baño en el avión y de cómo le dije lo que le dije a la hermosa protagonista de este episodio de altura, quiero dejar constancia de su membresía.

Le agradezco la lealtad a la Reina del Pacífico. Este mes que entra llegará a los 16 mil kilómetros volando conmigo y por eso me alegra tanto que, en palabras de ella, se sienta tan a gusto con los vuelos que hemos hecho juntos.

Cuando ella dice eso yo me siento planear sin piloto automático ni respeto a las normas de navegación, y en este punto me puede pegar un ráfaga en barlovento que me haga escribir una larga línea con la nariz contra la pista, como si fuera un gis, y yo ni me entero.

"No tendremos turbulencias", le digo, "en estos días el cielo está muy claro". Me gusta que se sienta tranquila, bien atendida.¨No me dan miedo las turbulencias", contesta sin despegarme los ojos, y luego agrega, en otro tono que mi sentido de orientación definiría como pícaro: "hay veces que son... emocionantes".

En uno de esos vuelos, que no hay por qué llamar domésticos, sino sencillamente nacionales, pasó lo del baño. Ella se levantó de su asiento, pero la puerta estaba cerrada por dentro, y en esos instantes en que se debatía en esperar o regresar a su lugar, fue que pasé por detrás y en ese momento una bolsa de aire me hizo darle un furtivo tallón, un respingón llegue, de esos de torero, con quiebre de cintura y todo.

La verdad verdadera sí me dio pena, y creo que a ella un poco también.

Para apaciguar un poco el bochornoso incidente, la invité una bebida. Y no tanto por la falta de confianza, sino por los posibles curiosos que están siempre atentos a las faldas de las sobrecargos, y a los botones de sus blusas que, dicho sea de paso, no siempre están del todo en su sitio.

Pero la invité porque desde hacía tiempo tenía algo que decirle.

La Reina del Pacífico, no están ustedes para saberlo, pero si lo sabe el controlador aéreo lo puede saber el mundo, se ha convertido en mi línea de pista. Eso lo puede saber todo el mundo, sí, excepto, claro está, los demás pasajeros del vuelo.

La bebida fue ya en tierra. La invité a un bar. Creo que ya hemos estado aquí varias veces.
Ahí, finalmente le dije que traía unos sentimientos empedernidos para con ella, que si me diera la oportunidad, que si ella y yo, que si sí, que estaría bien, que por qué no...

Honestamente, si estuvera perdiendo altitud sin razón aparente no me habría puesto tan nervioso. Pero al parecer pude disimular muy bien, porque una vez empezando, ya no pude parar de hablar.

No me dijo ni sí ni no. Sólo se paró, me dio un beso en la boca y yo pensé que arriba era abajo, que la derecha era la izquierda. Estaba tan desorientado que no estuve seguro de estar en tierra firme, de lo único que me sentía convencido es que ya había elegido mi hangar definitivo.

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