Para Félix Alfonso Torres Gómez, cuando era niño
Me llamo Miguel, Miguel Fartúa, y voy a contar mi historia.
Cuando era un niño, digamos de siete años, a mis papás se les metió la idea de inculcarme el dudoso hábito de la lectura. Todo habría sido perfecto de no ser porque a mí eso de leer me parecía unas de las actividades más aburridas en que podía emplear sus días un niño de siete años.
Uno de los intentos más memorables, éste de mi madre, consistió en leerme de pe a pa El principito, y de esto guardo dos recuerdos nítidos. Uno bueno y un malo:
El malo era que mi mamá me leía con una dicción tropezada en cada final de renglón, y con una cadencia que no me le permitía a mi casi retraso mental seguir el hilo de la historia. El bueno, o digamos que el menos malo, fue que por mucho tiempo viví con la duda de cuál había sido aquella “falla mecánica” por la que el avión del relato había ido a caer en el desierto del Sahara.
Tiempo más tarde mi papá hizo un intento más honesto en cuando a inculcarme eso de la lectura. Por cada libro que yo leyera, él me daría veinte pesos, que serían, calculando la inflación, como unos 150 pesos de hoy en día. Así fue como leí Marcelino pan y vino, luego Las aventuras de Tom Sawyer, pero cuando llevaba más o menos doscientos pesos, descubrí que había libros que se podían leer en menos de medio día, ya que tenían pocas páginas, y por consecuencia, menos letras: eran libros de poesía. Entonces fue cuando mi papá dijo que esos no eran libros, sino poemarios, y los poemarios no entraban en el conteo. Y yo que sí, que son libros. Bueno. El asunto fue que mi papá me pagó sólo la mitad de lo que me debía, es decir, como 12 libros, perdón poemarios, pero a mí me quedó un poco la manía de leer libros con pocas letras.
Cuando tenía doce años decidí que los aviones eran más interesantes que los libros, así que con el dinero que tenía ahorrado, y un poco que les pude chantajear a mis padres, me compré un avión de control remoto.
Y entonces yo fui muy feliz con mi avión. Mi papá y yo lo volábamos en un terreno a las afueras de la ciudad. Ese ruidito del motor cuando aceleraba me llenaba de orgullo, o de emoción, o de no sé cuántas cosas.
Cuando crecí quise ser ingeniero, pero la escuela me parecía aburridísima. Por eso prefería salirme a platicar con los de la escuela de junto, que estudiaban letras y eran más interesantes. Esos alumnos que leían libros de literatura, como ellos les llamaban, sí que eran muy amenos. Yo iba de oyente casi todas las mañanas hasta que reprobé todas las materias de ingeniería y en mi casa se preocuparon. Pero yo les dije que mejor quería cambiarme de carrera porque, les dije, a mí siempre me había gustado leer y esa era la carrera para mí. Claro que era una verdad a medias, o una mentira completa, pero de algo me habían servido mis clases de retórica.
Sucedió que me inscribí en la escuela de letras. Y cuando estaba en los primeros semestres fui a un viaje de estudios, una especie de congreso en Oaxaca.
Aquí empieza la parte mía con Clara.
A esta muchacha la conocí en ese viaje, y lo primero que me llamó la atención de ella fue su inteligencia. Creo que las mujeres con las que he convivido más de cerca han sido todas más inteligentes que yo, pero ella estaba entre las primeras de toda la gente que conocía, mujeres y hombres. Además, creo que yo le gusté desde un principio.
En ese entonces Clara estaba en una organización política. Se ausentaba un mes y luego volvía. No hablaba de otra cosa que no fuera de política, y lo discutía con lucidez, pero también con fervor, con convicción, con coraje. Esas cosas de la ideología estaban demasiado fuera de mi vida, en cambio Clara estaba cada vez más dentro.
El miércoles 12 de noviembre de 1994, cuando Salinas decretó el primer alto al fuego, Clara me llamó muy excitada y dijo que tenía que quedarse. Había mucho ruido al teléfono pero alcancé a escuchar las palabras patria, guacho, compañeros y tres o cuatro veces la palabra chingada.
Entonces supe que era momento de tomar una decisión. Finalmente Clara decidió quedarse a vivir conmigo no en Chiapas, sino en nueve casas de renta diferentes a lo largo de siete años. En el 96 nos casamos. Los primeros años fueron de marchas, mítines, firmas, discusiones interminables, compañero, juzgue usted, lea la quinta declaración de la selva lacandona. ¿Cómo que quién es San Andrés?
Clara, a pesar de no haber estudiado sino hasta la preparatoria, me explicaba con humor nocturno pasajes de la historia de México, desde el azteca Tenoch, hasta la última declaración del entonces presidente Zedillo del día anterior, pasando por una semblanza de Juárez, Maximiliano, la revolución mexicana, los movimientos sociales desde Vallejo hasta Marcos, los presidentes, sus esposas, sus amantes y sus vergüenzas.
Con todo, Clara no era capaz de entender la belleza de un avión.
En fin. La historia con ella se la fue comiendo la historia de México, sus viajes a Chiapas y la desfachatez de mi machismo. Todo se fue perdiendo poco a poco… en el fondo yo deseaba una vida más tranquila. Fue el año en que nació nuestro hijo.
Clara ya era como una desconocida.
Me llevó años entender que había confundido la admiración con el amor.
Tiempo después nos separamos y con el aliento de los años fumamos el acta de divorcio. Ella se llevó a mi hijo a quien aún veo en las vacaciones largas. Con el tiempo me dediqué a trabajar en uno que otro periódico hasta que me instalé en el que estoy actualmente.
Los viernes o los sábados viene Poncho por la casa. Poncho es un amigo que conozco desde antes de tener uso de razón, lo cual no es una referencia fiable. Diré que teníamos entonces la edad de jugar a las canicas solamente dentro de la casa de alguno de los dos. Viene y nos ponemos a platicar. O a estar en silencio, bebiendo.
Me gusta estar en mi casa porque aquí nadie me molesta ni me pide cosas ni me pregunta nada ni me pide un texto ni me llama ni me dice Miguel queriendo decir dame esto.
Aquí puedo dedicarme a mis cosas que básicamente son tres: escribir cosas del trabajo, recoger la casa, y pintar con acuarelas. A veces también leo.
Las acuarelas son como goterones que me caen de los ojos. Y entonces todo se me olvida y no pienso más que en los colores. Poncho está siempre. Quiero decir que está cuando tiene que estar, aunque no hablemos. A veces me ha de ver triste porque no me dice nada, luego abre el periódico y comienza a comentarme cualquier nota. Y platicamos un poco.
Él sabe que no soporto hablar de nada que tenga que ver con ideologías, ni partidos, ni ideales, ni derechos de las mujeres, ni derechos de los niños, ni derechos de los perros, ni derechos humanos, ni ninguna otra clase de derechos que nos sea el derecho a cerrar la maldita boca. Cuando alguna amiga anda metida en esas cosas yo me alejo y no le contesto el teléfono.
Cuando Poncho se enamora, se pierde por meses, entonces yo sé que tiene una historia. Cuando la historia termina, regresa y bebemos en silencio.
Cuando yo me enamoro mis pinturas toman un color rojo o naranja con amarillo. Entonces él hace un comentario cortés, amable, sobre algún escritor (Poncho escribe, pero no le gusta que nadie lo sepa) y poco a poco se me va desenredando de la cabeza el nombre de aquella mujer.
Me gustaría saber escribir para hacer una novela o un cuento, pero me siento mejor pintando mis cuadros. A veces me paso todo el fin de semana pintando. Me gustaría escribir un cuento y leérselo a Poncho, pero pienso que no es para tanto. Basta que él vea lo que pinto para que sepa lo que pasa y ya.
Un día me sucedió que estábamos tomando aquí en la casa y yo me puse a llorar de pronto. Me dio mucha pena, entonces él dijo, Ya, Miguel, está bien. Y yo me sentí más mierda y me dieron más ganas de chillar. Pero como me dio pena que me viera berrear sin razón, le dije borronándome los cachetes, Qué tal si mañana nos vamos a volar el avión, hace mucho que no sale, y él, Sí, vamos, e intentó una sonrisa que significaba algo así como No hay bronca, ca.
Entre más crezco entiendo menos cosas.
Si todo fuera tan sencillo como volar un avión.
Bueno, señor Fartúa Lamm.
ResponderEliminar